Page 15 - Boletín Informativo CIMAT Noviembre
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Al primer perro lo llamé Martí y
murió a los dos años. Le dio tos y los limones que pusimos en su cuello fueron inútiles porque nunca se curó. No tuve corazón para mandarlo a la basura. Tampoco lo tuve para incinerarlo. Lo confiné al rincón de mi jardín, junto a las palas y los costales de tierra llena de gusanos que la defecan.
El segundo murió al tercer año porque lo atropellaron. Mi vecina armó
un escándalo. Vino sollozando a la casa porque Arturo, el señor del carro viejo
que vive enfrente, le había destrozado la cabeza a Garté. Y así murió mi otro perro: con los sesos sobre el pavimento. Lloré durante mucho tiempo sin que nada pudiera consolarme. Mi papá le reventó la cara a golpes a Arturo, el señor del carro viejo. Después de este incidente, Arturo se cambió de casa. No puedo dejar de imaginarlo en su nueva hogar, recostado y llorando en su sofá, sufriendo como yo lo hice porque atropelló
a mi perro, esperando a que le salgan los dientes de nuevo y recordando el chillido de Garté cuando lo mató. Cuando mi padre le pegó quedaron en el suelo todos los dientes de Arturo, como un montoncito de maíz. Estaban nadando en un charco de sangre opaca en el que las moscas no tardaron en pararse. Recogí a Garté y lo puse junto al cadáver tieso de Martí, a un lado de las palas y los costales que, llenos de tierra, albergaban gusanos que la defecan.
Babá murió en el año pasado de tristeza, pero mi mamá dice que fue porque se empachó. En casa todos sabían que comía tierra con gusanos directito de los costales, de ahí junto a las palas. Un gusanito le
masticó las tripas, lo defecó por dentro como a la tierra y le pudrió todo el estómago. Seguro que el gusanito lo hizo y no paró hasta cansarse, hasta que el pobrecito Babá vomitó sangre y se desahució, hasta que sus piernas dejaron de soportar el peso de la desdicha y se le quitó toda hambre. Solito, sin que nadie se lo dijera, se encaminó, débil y trasijado, por todo lo largo del jardín, para recostarse en el rincón. Dejó caer sus huesos peludos junto a los costales, como aceptando su muerte y que ya era tiempo de irse. No
le lloré tanto, al contrario, el cese de su sufrimiento me llenó de alegría como pocas veces en mi vida.
El último sigue con vida y está
junto a mí. Se llama Tatú. Antes se lamía
los pelos con enjundia y felicidad, sacudía
la cola y brincaba de un lado a otro todo el tiempo. Ahora ya sabe que morirá de soledad el mes que viene. Yo me iré a vivir lejos
y no podré llevarlo conmigo. Se quedará
sin compañía en la casa, con el alma de
sus compañeros muertos, acostado en la agradable tierra rodeado de gusanos que se comerán sus ojos, tal y como se comieron
los de los perros muertos. En esos ojos de perro viejo hay desaliento. No le queda
otro remedio, el destino lo sepultará en la esquina de mi jardín. Por las noches llora tendido durante horas. Por las mañanas ya no se levanta a jugar, no come ni bebe. Ha perdido todo interés por el sol anaranjado
de los atardeceres y por la lluvias grises de los agostos. Sólo mira al cielo cuando aúlla
y al suelo cuando llora. De tan desesperado
y asustado por la soledad, hasta parece que aprendió a morir.
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