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XXXVIII
SIEN EN
pan cuya densidad exigirá una nueva (o mejor: ya habida pero recuperada para esta materia) habilidad, o sea: absorber, no masticar?
El pan de la eucaristía no se mastica.
Se prepara en la espera un tiempo por venir.
La formación de las izquierdas está garantizada por esos Nuevos Menos que hay que saber dejar solos en su acción.
Entonces: ¿qué hacer ante la tentación de leer todo, primero, en clave eucarísti- ca (incluso en el juego fónico -fácil o no tanto- entre Cristo/cristal); luego, en alegoría mesiánica; finalmente, en perspectiva marxiana? ¿Es que estamos ante cierta exigen- cia (profesional, por decirlo de algún modo) de encontrar una clave, una llave, una ci- fra, una cosa, algo que nos explique (el sentido), nos aplaque (la incertidumbre), nos apague (las insistencias)? No. Evitando toda lectura que busque descifrar qué es o qué significa o a qué refiere “este cristal”, habremos de habitar la aspereza de un tejido in media res, un presente de espera, cargado de una temporalidad que parece irremonta- ble a su hilo primordial.
La boca que espera no tiene las marcas deícticas del cristal: “boca venidera” no es esta, ni esa, ni aquella. Su carga está en el adjetivo, esa mercancía del lenguaje (Cf. Roland Barthes). Su valor es tiempo. Boca cargada de futuro, como el arma de la poesía. Boca que sorbe, boca aún no desdentada, boca de la O futura: pura caja de resonancia y absorción. Boca futura no hablará, tampoco masticará. Hará una O con los labios para incorporar una materia que ha cambiado de estado: un pan absorbible, no masticable. Boca en vocal abierta que quizá no hable o solo hable la glosolalia aireada y aurática de los ecos. Boca que se abrirá en y al mundo mientras espera desdentarse, para po- der incorporar eso que aguarda ser sorbido: cristal para la boca, transparencia para la oquedad sin dientes, transformación para poder abrirse a lo que aguarda “en bruto”.
Quizá este poema, como cada poema de Trilce, sea la figura exacta de todo poe- ma: poema como cosa sosteniéndose sola (Cf. J-L Nancy), poema como erizo punzan- te al lado de la ruta (Cf. Jacques Derrida), poema como vórtice donde se abisman los nombres (Cf. Giorgio Agamben). Si en la poesía se da la suspensión de la lengua en sus funciones comunicativas, y es precisamente la lengua la que gira en el vacío de la boca, qué si no esta desactivación de los nombres expone Trilce, disparador sonoro de la más aguda tiplisonancia (poema XXV). Y si, además, cada poema inventa su lengua, el tril- ceano pide una boca abierta, sin obstáculos de dientes, que convoque y haga resonar las líneas de sonidos agudos del cristal. Para ello, el trilceano modula las enervaciones que van del mero sonido a la lengua articulada, escenificando los cambios enigmáticos de la materia. El trilceano insiste en desplegarse por juegos verbales, vocales, operan- do –como cristales: por contagio- con haces fónicos que reverberan, que se tensan y ex-ponen la salida de la voz, sin dientes, cristalizada en boca venidera.
¿Y al final (o al inicio, quién sabe) qué hacer con el eco de este cristal en aquél otro, aquel cristal de aliento que se agazapa -resorte en tensión o animal en acecho- en una lengua que se tonsura, largamente?
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