Page 2 - Revista SUMMATE n°1
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EDITORIAL


                  Por Josefina Vaca


                  Estoy en mi trinchera pensando en todo lo que fui. Escucho disparos todo el
                  tiempo, armas que se accionan con el odio o por supervivencia, manos
                  ensangrentadas a tal punto que nadie sabe si es propia o de otro. Nos miramos
                  las caras y lo sabemos, nos queremos ir. Es el ruido de la muerte que no cesa, los
                  ojos con miedo que no descansan, son panzas vacías y corazones llenos de
                  esperanza. Veo como cae todo alrededor y me acuerdo el momento en el que
                  anunciaron mi número en la radio ¿Por qué? Me hubiera gustado haber nacido
                  antes. Tuve esa primera furia contra todos y, más tarde, el llanto. “No quiero
                  morir”, le dije a mi mamá, su mano me agarró y con un susurro cálido me abrazó
                  “vas a volver, te necesitamos”. Sentí que todo se me iba de a poco, nada quedaría
                  y lo sabía, lo que nunca pensé fue que ese pensamiento fuese tan literal, casi ni
                  ropa nos dieron. Se me fueron arrebatados los sueños pero no la memoria.


                  Cuando terminó todo me vi rendido al borde de la locura, al borde del abandono, al
                  borde del acantilado y a punta de pistola. Supe, tiempo después, que volver no
                  significaba ser el mismo, volver no significaba recuperar, volver significaba
                  sobrevivir. Ya no eran armas las que se accionaban eran los recuerdos una y otra
                  vez, llegué a pensar que dolían más que cualquier disparo o cuchillo. No morí en
                  guerra, morí en casa cuando volví y nadie me miró y descubrí que tal vez morir en
                  batalla no era tan malo, quizás hubiese sido más digno “el héroe que dio la vida
                  por nosotros”. Me mandaron a la guerra cuando todavía necesitaba que me
                  abrazaran, que me consolaran. Cuando me fui me empecé a perder, cuando
                  disparé un arma por primera vez ya me desconocía y cuando no ayudé a mi
                  compañero y lo vi morir porque me daba miedo a que me mataran me convertí en
                  un total desconocido. Vi sus ojos cerrarse y su sangre en el piso. Cuando volví y
                  nadie me miró entonces me acordé de esa última inocente mirada de ese pobre
                  chico. ¿Seguía siendo yo un chico? ¿O haber disparado un arma me volvió un
                  adulto?


                  Ahora  la sangre salpica mis inocentes manos y hunde así mis, ya viejos, sueños.
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