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CAPÍTULO DOS











                  T
                              agaste,  era  un  pueblecito  de  África  del  norte  que


                              cultivaba  el  encanto  de  la  convivencia  entre  sus

                              habitantes.  Allí  todos  se  conocían,  compartían  las


                  costumbres  y  disfrutaban  las  contiendas;  se  conocían  los

                  secretos  y compartían, lógicamente, la pobreza;  excepto las

                  autoridades:  políticos,  militares  y  comerciantes;  como  es


                  común  en  todas  las  sociedades.  Patricio,  por  ejemplo,  era

                  pobre pero su trabajo le permitía una vida tranquila, pues no


                  le  faltaba  la  comida.  ¡Bueno!,  tampoco  el  trago  y  sus

                  amantes.




                  Los  momentos  privilegiados  para  las  mujeres  eran  aquellos


                  donde,  las  señoras,  iban  al  mercado.  Entre  ellas,  se  oía  el

                  murmullo de los comentarios que, sinfónicamente, detallaban


                  lo  que  a  diario  pasaba  en  aquel  lugar.  Otras  veces

                  simplemente  conversaban  de  sus  asuntos  familiares,






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