Page 8 - En el corazón del bosque
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había leído, los adultos solían dejar allí pasteles y tartas humeantes, para que los
      niños hambrientos pudiesen birlarlos al pasar. Pero en ese pueblo nadie parecía
      ser tan tonto. O quizá simplemente no habían leído los mismos libros que él.
        Entonces  tuvo  un  golpe  de  suerte:  ante  sus  ojos  apareció  un  manzano.  Un
      instante antes no estaba, o al menos no lo había visto, pero ahí lo tenía, alto y
      orgulloso a la brisa del amanecer, con las ramas cargadas de relucientes frutos.
      Se detuvo en seco y sonrió, pues las manzanas le gustaban tanto que su madre
      solía decir que algún día, si no se andaba con cuidado, se convertiría en manzana.
      (Y eso sí que haría que su nombre apareciera en los periódicos, desde luego).
        « ¡Mi  desayuno!» ,  pensó  mientras  se  acercaba  al  árbol,  pero  en  ese
      momento la rama más cercana pareció elevarse un poco y replegarse hacia el
      tronco, como si supiera que el niño pretendía robar uno de sus tesoros.
        —¡Vaya! —exclamó Noah, y titubeó antes de dar el siguiente paso.
        Esta vez el árbol profirió un sonido gutural, parecido al que hacía su padre
      cuando estaba leyendo el periódico y Noah le daba la tabarra para que saliera a
      jugar al fútbol. Además, de no haber sido imposible, habría jurado que el árbol se
      movía  un  poco  hacia  la  izquierda,  apartándose  de  él,  con  las  ramas  más
      encogidas hacia el tronco y las manzanas temblando de miedo.
        —No puede ser —dijo Noah—. Los árboles no se mueven. Y las manzanas
      no tiemblan, desde luego.
        Sin  embargo,  el  árbol  se  estaba  moviendo.  No  había  lugar  a  dudas.  Hasta
      parecía  estar  hablándole.  Pero  ¿qué  decía?  Una  voz  apenas  audible  susurraba
      bajo la corteza: « No, no, por favor, no lo hagas, te lo ruego, no, no…» .
        « Bueno,  ya  está  bien  de  tonterías  a  estas  horas  de  la  mañana» ,  pensó  el
      chico.
        Y  se  lanzó  contra  el  árbol,  que  permaneció  inmóvil  mientras  Noah  se
      encaramaba  al  tronco  y  arrancaba  tres  manzanas  (una,  dos  y  tres),  antes  de
      bajar  de  un  salto.  Se  metió  una  en  el  bolsillo  izquierdo,  otra  en  el  derecho,  y
      finalmente dio un buen mordisco a la tercera con expresión triunfal.
        El árbol ya no se movía; de hecho, parecía un poco mustio.
        —¡Bueno, tenía hambre! —se justificó Noah—. ¿Qué querías que hiciese?
        No hubo respuesta. Noah se encogió de hombros y se alejó, sintiéndose un
      poco  culpable,  pero  sacudiendo  la  cabeza  como  para  dejar  atrás  aquella
      experiencia. Iba por una calle adoquinada.
        De pronto oyó una voz a su espalda.
        —¡Eh, tú!
        Se volvió. Era un hombre que se acercaba a él con paso decidido.
        —¡Te he visto! —lo acusó blandiendo un dedo nudoso—. ¿Te parece bonito lo
      que has hecho?
        Noah se quedó paralizado un instante, y al punto se volvió y echó a correr. No
      podía dejarse atrapar a las primeras de cambio. No permitiría que le hicieran
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