Page 95 - El niño con el pijama de rayas
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17. Madre se sale con la suya
        Durante las semanas siguientes Madre parecía más y más descontenta con la
      vida en Auschwitz y Bruno entendía perfectamente a qué se debía su desazón. Al
      fin y al cabo, cuando llegaron allí él también odió aquel lugar, debido a que no
      podía compararse con su casa de Berlín y a que echaba de menos muchas cosas,
      como a sus tres mejores amigos para toda la vida. Pero con el tiempo la situación
      había cambiado, sobre todo gracias a Shmuel, que se había convertido para él en
      una persona más importante de lo que Karl, Daniel o Martin lo habían sido nunca.
      Pero Madre no tenía ningún Shmuel. No tenía nadie con quien hablar, y la única
      persona con la que había trabado alguna amistad, el joven teniente Kotler, había
      sido destinada a otro sitio.
        Aunque intentaba no ser como los niños que se dedican a escuchar por el ojo
      de  la  cerradura  y  por  las  chimeneas,  una  tarde  Bruno  pasó  por  delante  del
      despacho de Padre mientras Madre y Padre estaban dentro manteniendo una de
      sus  conversaciones.  Bruno  no  quería  escuchar  a  hurtadillas,  pero  sus  padres
      hablaban en voz tan alta que de todos modos los oyó.
        —Es horrible —decía Madre—. Horrible. Ya no lo soporto.
        —No tenemos alternativa —replicó Padre—. Ésta es nuestra misión y…
        —No,  ésta  es  tu  misión  —lo  cortó  Madre—.  Tu  misión,  no  la  nuestra.  Si
      quieres, puedes quedarte aquí.
        —¿Y qué pensará la gente si permito que tú y los niños volváis a Berlín sin
      mí?  —replicó  Padre—.  Harán  preguntas  sobre  mi  compromiso  con  el  trabajo
      que desempeño aquí.
        —¿Trabajo? —gritó Madre—. ¿A esto llamas trabajo?
        Bruno no oyó mucho más porque las voces se estaban acercando a la puerta
      y siempre cabía la posibilidad de que Madre saliera hecha una furia en busca de
      licor medicinal, así que subió la escalera a toda prisa. Sin embargo, había oído
      suficiente para saber que tal vez regresaran a Berlín, y le sorprendió comprobar
      que no sabía qué sentir al respecto.
        Recordaba  que  le  encantaba  vivir  en  Berlín,  pero  allí  debían  de  haber
      cambiado mucho las cosas. Seguramente Karl y sus otros dos mejores amigos
      para toda la vida cuyos nombres no conseguía recordar ya se habrían olvidado
      de  él.  La  Abuela  había  muerto  y  casi  nunca  tenían  noticias  del  Abuelo,  que,
      según decía Padre, ya chocheaba.
        Pero Bruno se había acostumbrado a la vida en Auschwitz: no le importaba
      tener que aguantar a herr Liszt, se llevaba muy bien con María —mucho mejor
      que cuando vivían en Berlín—, Gretel seguía con su mala racha y lo dejaba en
      paz (y ya no parecía tan tonta de remate), y sus tardes conversando con Shmuel
      lo llenaban de alegría.
        Bruno no sabía cómo sentirse y decidió que, pasara lo que pasase, aceptaría
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