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Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo hacia la
casa. Observé fugazmente a los que quedaban y me pareció advertir un relámpago
intencionado en los ojos con que Mimí miró a Hunter.
XXVII
PENSABA quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche. Al día
siguiente de mi llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta
actitud puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.
Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a buscar las
presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de
dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por María.
Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó entonces a
sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la
costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había
conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me
pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una
sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente (extrañamente
para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el
color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del
eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y
desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me era casi totalmente
ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a Hunter o a algún otro.
La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de
las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y
apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible;
era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de
belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada condición?
Ernesto Sábato 70
El tunel