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había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva

                    vida.
                       Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media, alarmado,

                    enloquecido,  volví a  llamarla por teléfono. Me dijeron que se  había vuelto
                    repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que hacía, le grité a la mucama:
                       —¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!

                       —Yo  no sé nada, señor —me  respondió algo  asustada—.  La señora  salió en
                    auto hace un rato y dijo que se quedaría allá una semana por lo menos.

                       ¡ Una semana por lo menos!  El mundo parecía derrumbarse, todo me parecía
                    increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente

                    que andaba de un lado  a otro,  como si eso sirviera  para algo. ¡ Y tanto como le
                    había pedido  verla esa tarde, tanto como la necesitaba!  ¡ Y tan poco que estaba

                    dispuesto  a pedirle, a mendigarle! Pero,  —pensé  con feroz amargura— entre
                    consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la estancia no podía haber
                    lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor

                    dicho, tuve la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi
                    taller y desde allí llamé nuevamente por teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la

                    señora no había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes de ir.
                       —Sí —respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.

                    —¿ Un llamado del señor Hunter, no? La mucama volvió a vacilar. Tomé nota de las
                    dos vacilaciones.

                       —Sí —contestó finalmente.
                       Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡ Tal como lo había
                    intuido!  Me  dominaba a la  vez un sentimiento de infinita  soledad  y un  insensato

                    orgullo: el orgullo de no haberme equivocado.
                       Pensé en Mapelli.

                       Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarré un cuchillo
                    grande y volví al taller. ¡Qué poco quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel!
                    ¡Ya tendrían motivos para admirarse esos imbéciles que me habían comparado a un

                    arquitecto! ¡Como si  un  hombre pudiera  cambiar de  verdad!  ¿ Cuántos de  esos
                    imbéciles  habían  adivinado que debajo  de mis  arquitecturas  y de "la cosa

                    intelectual" había un volcán pronto  a estallar? Ninguno.  ¡Ya  tendrían  tiempo  de
                    sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas

                    humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas
                                                                                      Ernesto Sábato  88
                                                                                              El tunel
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