Page 8 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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muerte, vampiro del amor, despliegue su osadía; llamar suya a Julieta es su único afán.
¿Qué entiende de remordimientos la volcánica fantasía del exaltado joven? «¡Ah! esos
violentos trasportes -exclama al oírle el filósofo franciscano-, son como el fuego y la
pólvora, que, al ponerse en contacto, se consumen. La más dulce miel, por su propia
dulzura, se hace empalagosa y embota la sensibilidad del paladar. El que va demasiado
aprisa, llega tan tarde como el que va muy despacio». Breves, proféticas expresiones que
sirven de fiel preámbulo a la fatal conclusión del drama.
Realizada la unión de los amantes, no vuelve a presentarse el monje hasta la escena
tercera del siguiente acto. Pero ¡en qué circunstancias tan difíciles! Graves acontecimientos
han tenido lugar en pocas horas. Romeo, insultado groseramente en las calles de Verona,
detenido en medio de su felicidad por el fatídico rencor de un encarnizado enemigo de su
linaje, paciente primero, después desesperado, ha tenido que vengar la muerte de su íntimo
confidente, de su hermano de juventud, de su leal compañero Mercucio, cortando la vida de
Tybal, el predilecto pariente, el más querido primo de la noble Julieta. El Príncipe, lleno de
amarga pesadumbre, cansado de ver holladas las leyes, influido por los Capuletos,
violentando su indulgente carácter, ha dictado un fallo de destierro; y el nuevo consorte,
que aún no ha gustado las primicias de su amor, el infeliz victorioso, que maldice su infeliz
estrella y comprende su infeliz percance, ha buscado refugio en la celda del religioso, en el
humilde albergue de su cariñoso protector.
Enterado de todo por Romeo, el monje ha salido en busca de noticias, y vuelve con ellas.
Su alma, llena de resignación y filosofía, no presiente sin duda la espantosa tormenta que
está a punto de estallar; su despejado juicio, aleccionado por la experiencia, al saber el mal,
ha pensado en el remedio, y la esperanza del bien futuro se mezcla ya en su corazón con el
dolor del infortunio presente. Así, pues, cuando el inquieto amante, estimando en menos la
vida que el terrible pesar que le oprime, inquiere la resolución del Príncipe, el buen
sacerdote le contesta sin vacilar: «Un fallo menos riguroso que el de muerte ha pronunciado
su boca. De aquí, de Verona, estás desterrado. No te impacientes, pues el mundo es grande
y extenso».
Al oír estas frases, la exaltación del joven se desborda.
«Fuera del recinto de Verona -exclama-, el mundo no existe; solo el purgatorio, la tortura,
el propio infierno. La proscripción es la muerte con un nombre supuesto: llamar a ésta
destierro, es cortarme la cabeza con un hacha de oro y sonreír al golpe que me asesina».
La tormenta ha estallado, la lucha se halla en su primer período de crecimiento, y antes
que el poderoso timón de la sabiduría arrumbe la débil nave combatida, enormes oleadas de
loco frenesí deben jugar con ella a su capricho.
«El destierro es un suplicio, no una gracia -prosigue diciendo Romeo-: el paraíso está aquí,
donde vive Julieta. ¿No tenías, para matarme, alguna singular mistura, un puñal aguzado,
un rápido medio de destrucción, siempre menos vil que el destierro? -Tú no puedes hablar
de lo que no sientes. Si fueras tan joven como yo, el amante de Julieta, casado de hace una
hora, el matador de Tybal, si estuvieses loco de amor como yo, y como yo desterrado,