Page 136 - Tito - El martirio de los judíos
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                VI a los carpinteros de las legiones abatir los últimos árboles y talar sus
                ramas para hacer cruces.


                Al cabo de unos días, había tantas que, tumbadas y colocadas unas
                junto a otras, cubrían las laderas de varias colinas.

                Ya sólo quedaba clavar en ellas los cuerpos y levantarlas frente a la
                tercera muralla, la del Templo. Anduve entre los prisioneros que
                esperaban acuclillados, con la frente apoyada sobre sus rodillas, las
                piernas dobladas y las muñecas atadas a sus tobillos.

                De repente, los arietes dejaron de golpear y ya sólo se oyeron los gritos
                de los carroñeros disputándose los cadáveres amontonados en los
                barrancos del Cedrón y del Gehena.


                ¿Acaso Flavio Josefo había conseguido que Tito diera una última
                oportunidad a la razón?


                ¿Tal vez para que la sabiduría, en vez de nacer de la visión y del miedo
                al suplicio, se impusiera ante el espectáculo de la fuerza invencible de
                Roma?


                Tuve la esperanza de que los judíos que se estaban reuniendo en las
                almenas, sobre los muros y las torres, especialmente esas mujeres, esos
                niños, esos ancianos, todos aquellos que no habían elegido la guerra
                pero que la padecían, supieran imponer la paz, siendo la derrota
                ineluctable.

                Aquéllos estaban divisando las tropas alineadas frente a Tito como si
                formaran para un desfile triunfal. El legado había decidido pagar a los
                soldados su sueldo delante de la ciudad para que todos los judíos
                pudiesen apreciar el poderío y la disciplina de Roma.


                Miré con ojos de judío a esos miles de infantes que avanzaban
                protegidos por sus corazas. Los seguían los jinetes, cuyas monturas
                lucían ricamente adornadas. Cada soldado llevaba su arma
                desenvainada, y el destello del sol sobre las cuchillas resultaba cegador.


                El suelo temblaba bajo los pasos de esas decenas de miles de hombres
                que desfilaban en formación de seis, que se inmovilizaban sin dejar de
                golpear el suelo con el talón mientras tribunos y centuriones repartían a
                cada cual su soldada.


                Los tambores redoblaban, las trompetas sonaban.





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