Page 142 - Tito - El martirio de los judíos
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VI morir a los judíos de Jerusalén, y cada uno de ellos me recordó a
Leda, la hija de Ben Zacarías, a quien creí ver en Alejandría unos meses
atrás, pero tan presente en mi memoria.
Cada día, varios cientos de ellos se deslizaban fuera de la muralla para
intentar recoger frutos, cortar hierbas. Nuestros soldados los
acechaban.
Algunos se rendían de inmediato, pero la mayoría luchaba. Los que no
morían acababan trabados como presas.
Otros nos contaban lo que estaban padeciendo en la ciudad.
Los zelotes y los sicarios, los «bandidos», como los llamaba Flavio
Josefo, los amenazaban con atroces torturas para hacerles confesar que
estaban ocultando comida. Les introducían por el ano plantas con
espinas o palos afilados para que revelaran sus escondrijos. Les
quitaban el puñado de cebada o el trozo de carne seca que guardaban
para sus hijos. Éstos lloraban, mordiéndose los puños de hambre.
Entonces, esos hombres desesperados cruzaban la muralla y, tras una
breve lucha, nuestros soldados los apresaban.
No suplicaban. No levantaban la cabeza cuando Tito pasaba entre ellos.
—Deben morir —decretaba.
Eran demasiado numerosos para tenerlos presos. Y necesario que su
suplicio espantara a quienes se obstinaban en resistir desde las murallas
y las torres.
Los verdugos los azotaban, los torturaban y luego los crucificaban
cabeza abajo o en extrañas posturas.
Esos cuerpos retorcidos y sufrientes eran motivo de burla. Después se
alzaban las cruces frente a la muralla.
No había sitio para tantas cruces, ni cruces para tantos cuerpos.
Yo sabía que esos suplicios exaltaban a los combatientes judíos en vez de
desalentarlos.
Oía sus gritos de odio, sus invocaciones a la venganza.
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