Page 219 - Tito - El martirio de los judíos
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recuperado su trono, iba a distribuir las riquezas y las tierras entre los
                ciudadanos más pobres.

                Exultaron al enterarse de que las llamas estaban arrasando varios
                barrios de Roma. ¡Así pues, los dioses habían abandonado a Tito y
                protegían, guiaban el ejército de Nerón!


                Yo había visto el cuerpo muerto de Nerón. No creía en su resurrección.
                Pero la muerte se acicalaba con su recuerdo, usurpaba su nombre para
                azotar con dureza.


                No me sorprendió enterarme de que Tito, tras sólo dós años, dos meses
                y veinte días de reinado, había muerto en la villa donde también lo había
                hecho su padre.


                Recibí un correo de Flavio Josefo, que lloraba —«como todos los
                hombres que no son malvados», decía— la desaparición del emperador.

                Me contaba que las últimas palabras del difunto habían hecho llorar de
                emoción a quienes se encontraban a su lado.

                Tito se había quejado con amargura.


                —Me veo privado de la vida a pesar de mi inocencia —dijo—. No me
                arrepiento de ninguno de mis actos, exceptuando uno solo.


                ¿Qué acto era aquél?

                Algunos pensaban que lamentaba haber mantenido relaciones culpables
                con la mujer de su hermano Domiciano. Y se rumoreaba que éste se
                había vengado envenenándolo.

                ¿No estaría Tito arrepintiéndose más bien de no haber podido impedir
                la destrucción del Templo de Jerusalén?


                Nunca regresé a Roma. Domiciano reinaba allí. Conocía su crueldad.

                Caminé entre los naranjos y los laureles.


                Leí, y luego decidí empezar a redactar los Anales de mi vida.

                Los estoy acabando. Mi muerte se aproxima. Rezo al Dios crucificado y
                resucitado.


                Un día me llegó un texto escrito.

                El hombre que lo dejó no me esperó. Se trataba, al decir de mi
                administrador, de un viajero procedente de Judea o quizá de Alejandría,
                la ciudad que para mí seguía teniendo el rostro de Leda ben Zacarías.






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