Page 175 - Cementerio de animales
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¿Dónde estaba el sustancioso talonario cuando tu hija se moría de meningitis espinal
           y tu otra hija estaba sola con ella, cerdo roñoso? ¿Dónde estaba la jodida enfermera
           diplomada?» Louis saltó de la cama.

               —¿Adonde vas? —preguntó Rachel, alarmada.
               —A traerte un Valium.
               —Ya sabes que yo nunca…

               —Esta noche, sí.
               Rachel  tomó  la  pildora  y  le  contó  el  resto.  Su  voz  permaneció  tranquila.  El
           calmante hacía su efecto.

               Un  vecino  sacó  a  la  pequeña  Rachel  de  detrás  del  árbol  donde  se  había
           acurrucado  gritando:  «¡Zelda  ha  muerto!»  Le  sangraba  la  nariz  y  tenía  la  blusa
           manchada.  El  mismo  vecino  llamó  a  la  ambulancia  y  a  los  padres.  Después  de

           cortarle  la  hemorragia  y  darle  una  taza  de  té  caliente  y  dos  aspirinas  para  que  se
           calmara, consiguió que le dijera el paradero de sus padres. Estaban en casa de los

           Cabrán,  que  vivían  al  otro  lado  de  la  ciudad.  Peter  Cabrán  era  el  contable  de  la
           empresa del padre.
               Antes de la noche, se habían producido grandes cambios en casa de los Goldman.
           Zelda  ya  no  estaba.  Su  habitación  fue  vaciada  y  fumigada.  Se  llevaron  todos  los

           muebles. El cuarto de atrás era una caja vacía. Después —mucho después—, Dory
           Goldman instaló allí su cuarto de costura.

               Aquella misma noche, Rachel tuvo su primera pesadilla. Cuando despertó, a las
           dos de la madrugada, llamando a gritos a su madre, descubrió aterrada que apenas
           podía moverse. La espalda le dolía terriblemente. Se la lastimó al mover a Zelda. En
           aquel paroxismo de pánico, pudo desarrollar la fuerza suficiente como para levantar a

           Zelda, abriéndosele la blusa en el esfuerzo.
               Que  se  había  producido  una  lesión  al  tratar  de  impedir  que  Zelda  se  ahogara

           estaba clarísimo para todo el mundo. Para todo el mundo, salvo para la propia Rachel.
           Ella estaba segura de que aquello era la venganza de Zelda. Zelda sabía que Rachel se
           alegraba  de  que  hubiera  muerto;  Zelda  sabía  que  cuando  Rachel  salió  corriendo  y
           gritando «¡Zelda ha muerto, Zelda ha muerto!», no lloraba, sino que reía; Zelda sabía

           que  había  sido  asesinada  y  por  eso  ahora  le  había  pasado  la  meningitis  espinal  a
           Rachel, y a Rachel pronto empezaría a deformársele la espalda, y también ella tendría

           que quedarse en la cama y poco a poco se convertiría en un monstruo y las manos se
           le retorcerían como garras.
               Con  el  tiempo,  gritaría  de  dolor,  como  Zelda,  y  mojaría  la  cama,  y  un  día  se

           ahogaría con la lengua. Era la venganza de Zelda.
               Nadie  pudo  convencer  a  Rachel  de  que  estaba  equivocada:  ni  su  madre,  ni  su
           padre, ni el doctor Murray, que diagnosticó una leve luxación y dijo a la niña con

           sequedad (cruelmente, en opinión de Louis) que estaba portándose muy mal, que sus




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