Page 192 - El Misterio de Salem's Lot
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Y eso no se les podía explicar a papá y mamá, que eran criaturas de la luz. Como
           tampoco se les podía explicar que cuando uno tenía tres años, la manta puesta a los
           pies de la cama se convertía en un montón de serpientes inmóviles que le miraban a

           uno con sus inexpresivos ojos sin párpados. Ningún niño vence jamás esos terrores,
           pensó Matt. Si a un miedo no se le puede dar forma, no se le puede vencer. Y los
           miedos que se agazapan en los pequeños cerebros son demasiado grandes para pasar

           por la boca. Tarde o temprano, uno encontraba alguien con quien pasar por delante de
           todas las casas abandonadas por las cuales tenía que pasar entre la infancia sonriente
           y la senilidad gruñona. Hasta esta noche. Hasta esta noche en que uno se encontraba

           con  que  ninguno  de  los  antiguos  miedos  infantiles  había  sido  superado;  todos
           esperaban acurrucados en sus diminutos ataúdes de niño, con una rosa silvestre sobre
           la tapa.

               No encendió la luz. Subió los escalones uno por uno, sin pisar el sexto, que crujía.
           Aferraba el crucifijo y sentía la palma de la mano sudada y pegajosa.

               Llegó al piso de arriba y se dio la vuelta para mirar hacia el pasillo. La puerta del
           cuarto de huéspedes estaba entornada; él la había dejado cerrada. Del piso de abajo le
           llegaba el murmullo de la voz de Susan.
               Caminando  con  cuidado  para  evitar  los  crujidos,  se  acercó  a  la  puerta  hasta

           detenerse  frente  a  ella.  La  base  de  todos  los  miedos  humanos,  pensó.  Una  puerta
           entreabierta, apenas entornada.

               La abrió.
               Mike Ryerson estaba tendido en la cama.
               La  luz  de  la  luna  entraba  por  las  ventanas  y  teñía  de  plata  el  cuarto,
           convirtiéndolo  en  una  laguna  de  ensueño.  Matt  sacudió  la  cabeza,  como  para

           despejarla.  Le  parecía  haber  retrocedido  en  el  tiempo,  que  era  la  noche  anterior.
           Ahora bajaría las escaleras para telefonear a Ben, porque Ben todavía no estaba en el

           hospital.
               Mike abrió los ojos.
               Por un momento, bajo la luz de la luna, destellaron como medallones de plata
           bordeados  de  rojo.  Eran  tan  inexpresivos  como  una  pizarra  borrada.  Ni  un

           pensamiento,  ni  un  sentimiento  humano  en  ellos.  «Los  ojos  son  las  ventanas  del
           alma», había dicho Wordsworth. Si así era, esas ventanas se abrían sobre un cuarto

           vacío.
               Mike  se  sentó  y,  al  caérsele  la  sábana,  Matt  vio  los  burdos  puntos  con  que  el
           forense había reparado el trabajo de la autopsia, silbando tal vez mientras cosía.

               Mike sonrió, y sus caninos e incisivos eran blancos y agudos. La sonrisa no era
           más que una contracción de los músculos que rodeaban la boca, no alcanzaba a los
           ojos, que conservaban su mortal inexpresividad.

               —Mírame —dijo Mike con absoluta claridad.




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