Page 155 - Tito - El martirio de los judíos
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Asistí con él a la reunión de generales convocada por Tito en su tienda.


                Permanecían de pie hombro contra hombro, con el torso moldeado por
                sus corazas de oro y el casco calado hasta los ojos.


                Tito estaba sentado en el centro de la tienda.


                Interrogó a Tiberio Alejandro, su jefe de estado mayor, y luego a los
                generales, a su amigo Frontón, que mandaba las dos legiones de
                Alejandría y a cuyo lado se hallaba el procurador de Judea, Marco
                Antonio Juliano.


                Hizo a todos la misma pregunta: ¿Qué hacer con el Templo de Jerusalén,
                con la sagrada morada en la que los judíos honraban a su dios, ese
                palacio divino, una de las joyas de la humanidad? ¿Había que destruirlo
                y cometer un acto sacrílego?

                Se volvió hacia Flavio Josefo, pero sin preguntarle nada.


                Los generales titubearon.


                —El fuego —contestó Tiberio Alejandro.

                ¿Acaso los judíos no habían convertido dicho Templo en una fortaleza?
                Había pues que aplicar la ley de la guerra, ya que aquéllos no dejarían
                nunca de rebelarse mientras permaneciera su Templo como lugar de
                reunión, al proceder de todos los puntos del país e incluso de todas las
                provincias del Imperio.


                —El fuego —repitió uno de los generales—. Las llamas deben destruir
                por siempre su memoria. Tito se levantó.

                —No me vengaré de los hombres en objetos inanimados —concluyó—.
                Jamás reduciré a cenizas un monumento tan bello. Los dioses, sean
                cuales sean, se merecen un respeto. Este templo será uno de los adornos
                del Imperio. No arderá.


                No obstante, fui testigo de cómo se elevaban las llamas, se
                derrumbaban las vigas, se derretían las puertas de plata y oro y ardían
                las cortinas.

                Al parecer, un soldado lanzó una antorcha en el interior del Templo
                durante la batalla, y los demás a su alrededor lo imitaron, tales eran su
                odio y su voluntad de vencer, de reducir por fin a esa ciudad rebelde y a
                esos judíos que se atrevían a seguir combatiendo.


                Y es que las llamas sacaban a los judíos de sus escondrijos, los
                desesperaban, los devoraban. La victoria estaba en el fuego.

                Vi a judíos lanzarse a la hoguera para intentar apagar las llamas.




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