Page 66 - Tito - El martirio de los judíos
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Salió de palacio y sus cortesanos me rodearon. ¿Qué me había dicho el
emperador?
Parecían chacales prudentes y ávidos cuya pretensión era arrancarme
una confidencia, un secreto.
Me di la vuelta. Eran más repugnantes que esas moscas verdinegras que
hormigueaban sobre los cadáveres.
Pero estaba vivo. Me había librado de la muerte.
Poco después, Nerón me invitó a sentarme en la tribuna situada en el
centro del estadio donde los griegos se habían congregado para
despedirse de su emperador antes de su regreso a Italia.
El día estaba lluvioso, con escampadas pronto eclipsadas por el viento
procedente de los macizos del norte de Acaya.
Nerón cantó, declamó, y cada verso, cada punteo de las cuerdas de su
cítara hacían que los Augustiani , esa su cohorte de varios cientos de
jóvenes cuyo cometido era acompañarlo y alabar su talento, lo
aclamaran y que todos los espectadores se fueran levantando,
añadiendo sus gritos a los elogios.
Luego resonaron las trompetas y Nerón se adelantó hasta llegar al
medio del escenario que prolongaba la tribuna.
Levantó los brazos y, cuando se hizo el silencio, anunció que Grecia
dejaba de ser una provincia sometida al impuesto, convirtiéndose en una
nación libre.
Así era como agradecía a la tierra de los dioses el que lo hubiera
consagrado, a él, Nerón, el artista más grande de todos los tiempos, el
par de las divinidades del Olimpo.
Esbozó un paso de baile mientras la multitud se ponía de pie sobre las
gradas.
Se volvió hacia la tribuna. Lo aclamé al igual que todos los que me
rodeaban.
Y sentí vergüenza.
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