Page 170 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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La  Montaña  fue  agrietada,  el  cielo  se  llenó  de  tinieblas  y  los
     Anunna,  la  progenie  de  los  cielos,  temblaron.  Ninurta,  enfadado,
     iracundo,  se  golpeó  la  pierna  con  su  puño, y los  dioses,  a  la  vista
     del  comportamiento  de  Ninurta, se  dispersaron. Semejantes  a  cor­
     deros, los Anunna  desaparecieron  en  el  horizonte.
        De  pie, el  Señor tocaba  el  cielo  y  cuando  partió  para  el  com­
     bate  cada  una  de  sus  zancadas  medía  50  leguas. En  marcha  hacia
     la región rebelde, cual una devastadora tempestad, él cabalgó sobre
     los  Ocho Vientos.  Sus  manos  se  adueñaron  de  la jabalina. Y   su
     Arma  fatal,  con  su  garganta  abierta,  comenzó  a  amenazar  a  la
     Montaña,  al  tiempo  que  su  Maza  hacía  frente  a  todos  sus  ene­
     migos.
        Cuando  hubo  cogido  al  Huracán  y  a la Tempestad, les  encargó
     desencadenar  el  Cataclismo. Y  éste,  gigantesco  e  irresistible,  mar­
     chó  por  delante  del  Héroe.  El  Cataclismo  removía  y  depositaba
     constantemente  el  polvo  del  suelo, llenando  las  cavidades, nivelan­
     do  todas  las  cosas.  Hacía  llover  brasas, llamear  relámpagos  y  aquel
     fuego  devoraba  a  los  hombres  por  todos  lados. Arrancó  los  más
     altos  troncos,  arrasó  los  bosques.  La Tierra,  abriendo  sus  entrañas,
     elevaba  gritos  desgarradores. El Tigris  se  tornó  turbio,  turbulento,
     removido  y  pútrido.
        Entonces,  sobre  su  barco  Makarnuntae, Ninurta  alcanzó  preci­
     pitadamente  el  campo  de batalla. Enloquecidas, las  gentes  se  aplas­
     taban, buscando  refugio,  contra  los  muros; los  pájaros,  intentando
     levantar  el  vuelo,  arrastraban  sus  alas  por  el  suelo.  Escaldados  por
     el  calor  de  su  abismo, los  peces  hipaban  el  aire  con  sus  bocas;  el
     ganado  de  la  estepa  fue  transformado  en  leños  para  arder  y  asado
     como  saltamontes.
        Era  un  diluvio  devastador  el  que  aniquilaba  a  la  Montaña.  En
     esta región rebelde, Ninurta dirigía intrépidamente la marcha. Mató
     a sus mensajeros y demolió  sus  ciudades, abatió  a sus boyeros como
     mariposas  que  revolotean, ligó  como  manojos  de juncos las  manos
     de  los sublevados, tanto  y  tan  bien  que  en  su  espanto  lanzaban  sus
     cabezas  contra  los  muros.  Ninguna  luz  brilló  más  en  la  Montaña:
     se  estiraba  allí  el  cuello, se jadeaba. Las  gentes, enfermas, apretaban


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