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Literatura                                                                   3° Secundaria

            —¡Ay!, son los dioses los que me llaman a la muerte. Yo creía que el valiente Deífobo estaba conmigo; pero se
            encuentra  en  los  muros,  y  ha  sido  Atenea  quien  me  ha  engañado.  Ahora  la  funesta  muerte  me  está
            amenazando de cerca; está ahí, ya no hay medio de huir.
            Es la voluntad de Zeus y del hijo de Zeus, del dios que lanza a lo lejos sus dardos. Antes me protegían, pero
            hoy la Parca se apodera de mí. Por lo menos, no quiero morir cobardemente y sin gloria, sin hacerme un gran
            nombre que pase a los hombres que han de venir.
            Dichas estas palabras, saca la espada aguda que pendía de su costado. Luego, reuniendo sus fuerzas, se
            abalanza,  como  el  águila  de  elevado  vuelo  que  se  abate  en  la  llanura  a  través  de  las  oscuras  nubes,  para
            arrebatar  un  tierno  cordero  o  alguna  tímida  liebre.  Así  se  precipita  Héctor,  blandiendo  su  aguda  espada.
            Aquiles, por su lado, se arroja sobre él, con el corazón lleno de feroz ardor, resguardando su pecho tras su
            magnífico  escudo  artísticamente  labrado.  Su  casco  brillante  agita  sus  cuatro  penachos,  y  en  torno  a  la
            cimera flota la espesa crin de oro, obra de Hefesto. De la misma manera que en el cielo, en la sombra de la
            noche, se ve brillar la estrella del atardecer la más bella de las estrellas, así brillaba la cortante espada que
            Aquiles blandía con su mano derecha, meditando la pérdida del divino Héctor, y buscando el punto flaco de su
            armadura.  El  héroe  está  defendido  por  todas  partes  por  las  hermosas  armas  de  bronce  de  las  que  ha
            despojada al valeroso Patracio, y que no dejan al descubierto más que aquella parte en la que las clavículas
            unen el cuello con los hombros, la garganta, por donde la muerte abre el camino más rápido a la vida que se
            escapa. Allí fue donde el divino Aquiles asestó con su lanza un golpe furioso. La punta acerada penetra en la
            carne tierna del cuello. Pero el fresno guarnecido de hierro no ha cortado la laringe, y el héroe puede hablar
            todavía; cae sobre el polvo, y el divino Aquiles le dice con aire de triunfo:
            —Héctor, cuando despojabas el cadáver de Patroclo, tú te jactabas de que aún vivirías mucho tiempo; en mi
            ausencia, tú te tranquilizabas a ti mismo. ¡Insensato! Patroclo dejaba tras sí, en nuestras huecas naves, a un
            vengador más poderoso, el cual te ha hecho caer bajo sus golpes. Los perros y los buitres van a profanar ya
            disputarse tu cadáver, mientras que los griegos harán hermosos funerales a Patroclo.
            Héctor, el del resplandeciente casco, dícele, extenuado:
            —Te  suplico,  por  tu  alma,  por  tus  rodillas  que  yo  abrazo,  en  nombre  de  tu  padre  y  de  tu  madre,  no  me
            entregues, junto a las naves de los griegos, como pasto a los canes devoradores.
            Si no acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi venerable madre; y devuelve mi
            cuerpo a mi patria, donde los troyanos y las mujeres de los troyanos me admitirán a los honores de la pira.
            —No me implores, perro, ni por mis rodillas, ni en el nombre de mis padres y o querría en mi furor cortarte a
            pedazos  y  devorar  tus  sangrantes  carnes,  para  vengarme  del  mal  que  me  has  hecho.  Así,  nadie  podría
            apartar  de  tu  cabeza  a  los  perros,  aunque  me  ofreciesen  un  rescate  diez  y  veinte  veces  mayor,  y  me
            prometiesen aún más; no, aun cuando el hijo de Dardano, aun cuando el propio Príamo quisiera rescatarte a
            peso de oro. No será tu venerable madre que te llorará, tendido sobre un lecho, ella, que te dio la luz del día;
            sino que los perros y los buitres vendrán a devorarte completamente.
            Héctor de resplandeciente casco le dice al morir:
            —¡Oh!,  ¡cuán  bien  te  reconozco,  y  no  espero  poderte  conmover;  porque  tienes  en  el  pecho  un  corazón  de
            hierro! Pero procura que no atraiga yo sobre ti la venganza de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te
            hagan caer, a pesar de tu valor, bajo sus golpes, junto a las puertas Esceas.
            Dijo,  y  el  velo  de  la  muerte  se  extendió  sobre  sus  ojos.  Su  alma,  escapándose  de  su  cuerpo,  voló  a  los
            infiernos, llorando su desgracia, y dejando tras sí el vigor y la juventud. El divino Aquiles dijo que todavía:
            —¡Muere! En cuanto a mí, la farca vendrá cuando Zeus y los otros dioses inmortales lo quieran.

            Después de la lectura

            1.   ¿Qué pueblos estaban en guerra?

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            2.   ¿Por qué Aquiles decide matar a Héctor?

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            3.   ¿Qué diosa ayuda a Aquiles?

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            4.   ¿Cómo murió Héctor?

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             1  Bimestre                                                                                 -58-
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