Page 7 - LITERATURA 1ERO
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Literatura                                                                   1° Secundaria

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               SEMANA


                                                     Crimen y castigo

            —Buenas noches, Aliona Ivanovna —empezó con el aire más indiferente, pero con voz que ya no le obedecía,
            entrecortada y temblorosa—. Le traigo una prenda. Pero pasemos adentro... hacia la luz.
            Y empujándola con un brusco gesto, penetró en el cuarto, sin que ella invitara. La vieja corrió tras él, y la
            lengua se le soltó:
            —¡Dios mío! Pero ¿qué quiere usted? ¿Quién es usted? ¿Qué es lo que desea?
            —Mire,  Aliona  Ivanovna:  soy  un  amigo  suyo...  Raskolnikov...  Oiga:  le  traigo  la  prenda  que  le  prometí
            últimamente...
            Y le tendió la prenda. La vieja iba a examinarla; pero volvió a fijar una vez más los ojos en los ojos del intruso.
            Le contempla atentamente, con expresión maligna y recelosa. Pasó un minuto, y él hasta creyó percibir en la
            mirada de la vieja algo de ironía, cual si ésta le hubiese ya calado todo.
            Sintió que perdía la cabeza, que casi tenía miedo, y que, como se prolongase medio minuto más el mutismo
            de la vieja, acabaría por emprender la fuga.
            —Pero  ¿por  qué  me  mira  usted  tanto,  como  si  no  me  conociese?  —profirió  de  pronto  con  malignidad,  él
            también— ¡Tómela usted, si la quiere...; si no, me iré a otro sitio!... ¡No tengo tiempo que perder!
            Pronunció aquellas palabras sin haberlas pensado, como si se le hubiesen escapado de pronto.
            La vieja rectificó; era evidente que el tono resuelto del visitante la animaba.
            — Pero, amigo mío, ¿por qué así, tan de golpe? ¿Qué es eso? —preguntó, mirando la prenda.
            —Una pitillera de plata... Vamos... Ya le hablé a usted de ella la última vez que estuve.
            La vieja alargó la mano.
            —¡Pero qué pálido está usted! ¡Y las manos le tiemblan! Está usted enfermo, ¿eh?
            —Tengo fiebre —respondió con voz convulsiva—. ¡Cómo no estar pálido cuando no se come! —añadió a duras
            penas.
            Volvían a abandonarle las fuerzas. Pero la respuesta parecía verosímil; la vieja tomó la prenda.
            —¿Qué  es  esto?  —preguntó,  mirando  otra  vez  de  hito  en  hito  a  Raskolnikov  y  sopesando  en  su  mano  el
            objeto.
            —Pues la prenda... la pitillera... de plata... ¡Mírela!
            —¡Hum! ¡Cualquiera diría que no es de plata! Viene muy bien envuelta.
            En tanto pugnaba por deshacer el paquetito se aproximó a la ventana, buscando la claridad (tenía todas las
            ventanas cerradas, a pesar del calor sofocante), y por un momento se apartó de Raskolnikov, volviéndole la
            espalda. Él se desabrochó el paletó y sacó el hacha del nudo corredizo; pero, sin sacarla del todo, limitose a
            sujetársela con la mano derecha por debajo de la ropa. Rindiole los brazos una gran debilidad; sentía cómo de
            minuto en minuto se le entumecían poniéndosele pesadas como plomo. Tenía miedo de dejar caer el hacha. De
            pronto, pareciole que se le iba la cabeza.
            —¡Vaya;  verdaderamente,  qué  idea  de  hacer  un  paquete  así!  —exclamó  la  vieja,  que  esbozó  un  movimiento
            hacia Raskolnikov. No había un momento que perder. Él sacó del todo el hacha de debajo del paletó, esgrimiola
            con  ambas  manos,  sin  darse  cuenta  de  lo  que  hacía,  y  casi  sin  esfuerzo,  con  gesto  maquinal,  dejola  caer
            sobre la cabeza de la vieja, estaba agotado, pero no bien hubo dejado caer el hacha cuando le volvieron las
            fuerzas.
            Como  siempre,  estaba  la  vieja  destacada.  Sus  cabellos  blancos,  diseminados  y  distantes,  grasientos  y
            aceitososo, también como siempre, trenzados en forma de rabo de ratón y sujetos por un pico de peineta, le
            formaban moño sobre la nuca.
            Diole el golpe precisamente en la mollera, a lo que contribuyó la baja estatura de la víctima. En una de sus
            manos seguía aún teniendo la prenda. Él, enseguida, hiriola por segunda y por tercera vez, siempre con el
            revés del hacha y siempre en la mollera. La sangre brotó cual de una copa volcada, y el cuerpo desplomose
            hacia delante en el suelo. Él se echó atrás para facilitar la caída y se inclinó sobre su rostro: estaba muerta.
            Las pupilas de los ojos, dilatadas, parecián querer salírsele de sus órbitas; la frente y la cara muequeaban en
            las convulsiones de la agonía.
            Él  dejó  en  el  suelo  el  hacha,  aliado  de  la  muerte,  y  procedió  inmediatamente  a  registrar  los  bolsillos,
            procurando no mancharse las manos con la sangre que chorreaba. Empezó por el bolsillo de la derecha, aquel
            de donde la última vez sacara ella las monedas...






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