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El corazón
Las cosas mejores y más bellas del mundo no pueden verse ni tocarse… pero
se tienten en el corazón.
Helen Keller
Mi mujer y yo nos separamos a fines de diciembre y, como ustedes supondrán,
tuve un enero muy difícil.
Durante la sesión de la terapia que empecé para poder manejar la confusión
Durante la sesión de la terapia que empecé para poder manejar la confusión
emocional desatada por la separación, le pedí a mi terapeuta que me diera
algo que me ayudara en mi nueva vida. No sabía si estaría de acuerdo y, si lo
estaba, no tenía idea de qué podía proponerme. Me alegró que accediera
enseguida y, como esperaba, me dio algo totalmente inesperado. Me entregó
un corazón, un corazoncito muy simpático, hecho a mano, pintado de colores
brillantes. Se lo había dado un paciente anterior que también había pasado
por un divorcio y que, como yo, tenía problemas para acceder a sus
sentimientos. Agregó que no era para que lo guardara, sino para que lo tuviera
hasta conseguir mi propio corazón. Entonces, debía devolvérselo. Comprendí
que lo que me daba era un corazón material como objetivo visual, o como una
especie de representación material de mi búsqueda de una vida emocional
más rica. Lo acepté con la expectativa de futuras conexiones emocionales más
profundas.
En ese momento no me di cuenta de lo rápido que empezaría a trabajar ese
maravilloso regalo. Después de la sesión, coloqué el corazón con cuidado en el
tablero de mi auto y conduje excitado todo el trayecto para ir a buscar a mi
hija Juli-Ann, pues era la primera noche que iba a dormir en mi nueva casa.
Al subir al auto, inmediatamente se sintió atraída por el corazón, lo tomo, lo
examinó y me preguntó qué era. No sabía muy bien si debía explicarle todo el
fondo psicológico porque, después de todo, todavía era una niña. Pero decidí
que se lo diría.
-Es un regalo de mi terapeuta para ayudarme a pasar este momento difícil; y
no es para que lo conserve, sino para tenerlo hasta encontrar mi propio
corazón -le expliqué.
Juli-Ann no hizo ningún comentario. Volví a preguntarme si debí decírselo. A
los once años, ¿podía comprender? ¿Qué idea podía tener del enorme abismo
que trataba de franquear para romper mis viejos esquemas y desarrollar
vínculos más profundos, ricos y afectivos con la gente?
Unas semanas más tarde, mi hija estaba nuevamente en casa y me entregó mi
regalo del Día del San Valentín temprano: una cajita que ella misma había