Page 118 - Auge y caída del antiguo Egipto
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declaración pública de la suprema autoridad del dios solar. Pero el rey fue aún
más allá, añadiendo un nuevo título a la real colección al denominarse a sí
mismo «hijo de Ra». Era una ruptura decisiva con la tradición anterior, que hacía
hincapié en la primacía del dios halcón celestial Horus, y venía a subrayar la
independencia de la IV Dinastía con respecto al pasado y su determinación de
establecer un nuevo modelo de realeza. Bajo el patrocinio real, el culto a Ra se
convirtió rápidamente en el más poderoso del territorio, y el propio dios se elevó
a una posición inexpugnable en el panteón egipcio.
Las dos facetas paralelas de la ideología real de la IV Dinastía —la
construcción de pirámides a gran escala y su estrecha asociación con el dios
solar— se unirían en el reinado del hermano pequeño y sucesor de Dyedefra,
Jafra (Kefrén en griego, c. 2500). A la hora de construir su monumento
funerario, este retornó a Giza y emplazó su pirámide junto a la de Jufu, aunque
inteligentemente eligió un punto algo más elevado. Debido a esto último, a pesar
de que su pirámide no llegaría a ser tan alta como la vecina (unos 144 metros
frente a los casi 147 de la Gran Pirámide), parecería mayor, en una inspirada
mezcla de deferencia y autoafirmación. Una impresionante calzada descendía
por la meseta hasta el «templo del valle», revestido de losas de granito rojo
pulimentado, una piedra con marcadas connotaciones solares.
En torno a la sala interior, pavimentada con una deslumbrante calcita blanca
(símbolo de purificación), se alzaban veintitrés estatuas de tamaño natural de
Jafra. Representaban al rey entronizado con el dios halcón Horus posado detrás
de su cabeza, ofreciéndole protección. Cada estatua había sido tallada a partir de
un solo bloque de gneis, una espectacular piedra veteada en blanco y negro
transportada desde una remota cantera situada en el Desierto Occidental, a
cientos de kilómetros de allí. El efecto global, potenciado por unos niveles de luz
cuidadosamente controlados, debía de resultar hipnótico. ¿Había habido alguna
vez una representación más imponente de la realeza? Pero Jafra no había
terminado todavía. Su golpe de gracia fue ordenar la transformación de un
imponente montículo rocoso que se alzaba junto a su «templo del valle». Bajo el