Page 353 - Auge y caída del antiguo Egipto
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redescubrimiento —junto con el resto del tesoro funerario de Tutankamón—
nada menos que 3.244 años después.
La desconsolada viuda de Tutankamón conocía el terrible destino que los
cortesanos le tenían reservado. Era la última descendiente viva de Ajenatón y
Nefertiti, de Amenhotep III y sus ancestros. Guardaba las llaves del trono de
Egipto para el hombre que se casara con ella. En un último acto desesperado,
escribió una extraordinaria carta de súplica al rey de los hititas. Le imploraba
que enviara a uno de sus hijos a Egipto para que se casara con ella y gobernaran
juntos. «¡Jamás tomaré a uno de mis sirvientes para convertirlo en mi esposo!» 19
El rey hitita, asombrado, les dijo a sus cortesanos: «¡No me había ocurrido nada
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semejante en toda mi vida!». Pero al final cedió y envió un príncipe al sur,
rumbo a Menfis. Pero el príncipe, llamado Zannanza, jamás llegó a su destino,
ya que murió —o fue asesinado— en el camino. Así pues, se cumplió la peor
pesadilla de Anjesenamón, que hubo de resignarse a un matrimonio forzoso con
un cortesano ya retirado, un hombre lo bastante mayor como para ser su abuelo y
que tenía sus miras puestas en el trono. Una vez cumplido su deber, también
desapareció de la escena, y se ignora qué fue de ella.
Así se desvaneció la línea sucesoria de Thutmose, una de las dinastías más
gloriosas que jamás gobernaron Egipto, progenitora de grandes conquistadores y
soberanos deslumbrantes. Los días de gloria de Amenhotep III no parecían sino
un lejano recuerdo. Derrotado en el exterior y desmoralizado internamente, lo
que Egipto necesitaba para recuperar su confianza y su antiguo lustre —por más
que su sufridora plebe pudiera estar en desacuerdo— era un liderazgo decisivo.
Y resultó que en el país había una institución, y un hombre al frente de esta, que
podían responder precisamente a esa necesidad.