Page 133 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XIV








           Transcurrió algún tiempo antes de que conociese la historia de mis amigos. Era tal
           que no pudo por menos de quedárseme hondamente grabada en la memoria, a pesar
           de sus numerosos episodios, ya que todos resultaban interesantes y maravillosos para
           un ser tan falto de experiencia como yo.

               El  anciano  se  llamaba  De  Lacey.  Descendía  de  una  buena  familia  de  Francia,
           donde  había  vivido  muchos  años  en  la  opulencia,  respetado  por  sus  superiores  y
           amado por sus iguales. Su hijo se había educado para el servicio de su país, y Agatha
           había estado al nivel de las damas más distinguidas. Unos meses antes de que llegase

           yo, habían vivido en una ciudad grande y lujosa llamada París, rodeados de amigos, y
           disfrutando de todos los placeres que la virtud, el refinamiento y el gusto, unidos a
           una moderada fortuna, podían proporcionar.
               El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y había

           vivido  en  París  durante  muchos  años,  hasta  que,  por  alguna  razón  que  no  pude
           averiguar,  se  volvió  indeseable  para  el  gobierno.  Fue  detenido  y  encarcelado  el
           mismo día que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado y
           condenado a muerte. La injusticia del veredicto era flagrante; todo París se indignó; y

           se  consideró  que  su  religión  y  su  riqueza,  más  que  el  supuesto  crimen  que  se  le
           imputaba, eran la causa de su condena.
               Félix había estado presente accidentalmente en el juicio; su horror e indignación
           no conocieron límites al oír la sentencia del tribunal. En aquel mismo instante hizo

           solemne  promesa  de  liberarle,  y  se  puso  a  buscar  los  medios  para  ello.  Tras
           numerosos e inútiles esfuerzos para entrar en la prisión, descubrió, en una parte del
           edificio que carecía de vigilancia, una ventana sólidamente enrejada que daba luz al
           calabozo  del  desventurado  mahometano,  quien,  cargado  de  grillos,  aguardaba

           desesperado la ejecución de la bárbara sentencia. Félix visitó la reja por la noche y
           comunicó al prisionero sus intenciones. El turco, sorprendido y esperanzado, procuró
           inflamar  el  celo  de  su  libertador  con  promesas  de  recompensa  y  riquezas.  Félix
           rechazó con desprecio sus ofrecimientos; pero cuando vio a la encantadora Safie, a

           quien permitían visitar a su padre, y esta le expresó su viva gratitud por medio de
           gestos, el joven no pudo por menos de reconocer en su interior que el cautivo poseía
           un tesoro capaz de compensar sobradamente sus riesgos y trabajos.
               El turco se dio cuenta enseguida de la impresión que su hija había producido en el

           corazón de Félix, y se esforzó en asegurarse más enteramente su interés prometiendo
           darle  a  su  hija  en  matrimonio,  tan  pronto  como  él  se  encontrase  fuera  de  peligro.
           Félix era demasiado delicado para aceptar este ofrecimiento, aunque consideró que
           tal eventualidad colmaría su dicha.

               Durante los días subsiguientes, mientras realizaba los preparativos para la fuga


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