Page 142 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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El anciano guardó silencio, y luego prosiguió:
—Si quiere confiarme sin reservas los detalles de su historia, quizá pueda
ayudarle a desengañarles. Soy ciego y no puedo juzgar su semblante, pero hay algo
en sus palabras que me convence de su sinceridad. Soy pobre y exiliado, pero me
alegraría muchísimo serle útil a un ser humano.
—¡Es usted un hombre excelente! Se lo agradezco y acepto su generoso
ofrecimiento. Me acaba de levantar del polvo con su amabilidad; y confío en que, con
su ayuda, no seré expulsado de la sociedad y la simpatía de sus semejantes.
—¡No lo quiera el Cielo! Aunque fuese un criminal, pues eso solo conseguiría
arrastrarle a la desesperación, no incitarle a la virtud. Yo soy también infortunado; mi
familia y yo hemos sido condenados, aunque inocentes; juzgue, por tanto, si no
comprendo su desventura.
—¿Cómo podré agradecérselo, mi excelente y único benefactor? De sus labios he
oído por primera vez la voz de la amabilidad dirigida a mí; le estaré eternamente
agradecido; su presente humanidad me asegura el éxito con estos amigos a los que
estoy a punto de ver.
—¿Puedo saber cómo se llaman y dónde viven esos amigos?
Guardé silencio. Este, pensé, es el momento de la decisión, que debe arrebatarme
o concederme para siempre la felicidad. Traté en vano de encontrar la suficiente
firmeza para contestarle; pero el esfuerzo aniquiló todas las fuerzas que me
quedaban; me dejé caer en la silla, y sollocé audiblemente. En ese instante oí los
pasos de mis protectores más jóvenes. No tenía un instante que perder; y cogiéndole
la mano al anciano, exclamé:
—¡Este es el momento! ¡Sálveme y protéjame! Usted y su familia son los amigos
a quienes busco. ¡No me abandone en la hora de la prueba suprema!
—¡Dios mío! —exclamó el anciano—. ¿Quién es usted?
En ese instante, se abrió la puerta de la casa, y entraron Félix, Safie y Agatha.
¿Cómo describir el horror y la consternación que mostraron al verme? Agatha se
desmayó, Safie, incapaz de atender a su amiga, salió precipitadamente de la casa.
Félix se abalanzó y, con fuerza sobrehumana, me apartó de su padre, a cuyas rodillas
me agarraba yo; en un arrebato de furia, me arrojó al suelo y me golpeó
violentamente con un bastón. Podía haberle arrancado los miembros de cuajo como el
león desgarra al antílope. Pero mi corazón se sumió en negra amargura, y me
contuve. Le vi a punto de repetir el golpe cuando, abrumado de dolor y de angustia,
abandoné la casa y, en medio del tumulto general, me refugié en el cobertizo sin que
me viesen.
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