Page 165 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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verme destruir la criatura de cuya futura existencia dependía su dicha, el desdichado
           profirió un aullido de diabólica desesperación y venganza y desapareció.
               Salí  de  la  habitación,  cerré  la  puerta  y  me  prometí  solemnemente  no  volver  a
           reanudar  jamás  este  trabajo;  luego,  con  pasos  vacilantes,  me  dirigí  a  mi  aposento.

           Estaba solo; no tenía a nadie que me ayudase a disipar el malestar que sentía y me
           aliviase de la insoportable opresión que me producían los más terribles pensamientos.
               Permanecí  varias  horas  junto  a  la  ventana  contemplando  el  mar:  estaba  casi
           inmóvil, pues los vientos habían amainado, y toda la naturaleza descansaba bajo la

           mirada plácida de la luna. Unas cuantas embarcaciones de pesca moteaban el agua, y
           de cuando en cuando la brisa suave hacía llegar hasta mí las voces de los pescadores
           que se llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas tenía conciencia de su
           extraordinaria  profundidad;  hasta  que  mi  oído  captó  súbitamente  un  chapoteo  de

           remos cerca de la orilla y una persona saltó a tierra cerca de mi casa.
               Pocos minutos después oí crujir la puerta, como si alguien tratase de abrirla con
           suavidad. Me estremecí de pies a cabeza; tuve el presentimiento de quién era y sentí
           deseos de despertar a los campesinos que vivían en una cabaña no lejos de la mía;

           pero me venció esa sensación de impotencia que tan frecuentemente acompaña a las
           pesadillas angustiosas, cuando uno pugna por huir de un peligro inminente y siente
           que está clavado en el suelo.
               Luego oí ruido de pasos en el pasillo; se abrió la puerta y apareció el desdichado a

           quien tanto temía. Cerró la puerta, se acercó a mí y dijo con voz sofocada:
               —Has  destruido  la  obra  que  habías  empezado;  ¿qué  es  lo  que  pretendes?  ¿Te
           atreves  a  romper  tu  promesa?  He  soportado  el  sufrimiento  y  la  miseria;  he
           abandonado Suiza contigo; he recorrido las riberas del Rin, las islas de los sauces y

           las  cimas  de  sus  montes.  He  vivido  durante  meses  en  los  parajes  despoblados  de
           Inglaterra y en los desiertos de Escocia. He soportado fatigas incalculables, el frío y
           el hambre; ¿y te atreves ahora a destruir mis esperanzas?

               —¡Vete!  Rompo  mi  promesa;  ¡jamás  crearé  otro  ser  como  tú,  con  tu  misma
           deformidad y malevolencia!
               —Esclavo, antes traté de razonar contigo, pero has dado prueba de ser indigno de
           mi  condescendencia.  Recuerda  que  tengo  un  gran  poder;  te  consideras  miserable;
           pero yo puedo hacerte tan desdichado que la luz del día te resulte odiosa. Tú eres mi

           creador, pero yo soy tu amo: ¡obedece!
               —La hora de mis vacilaciones ha pasado y ha concluido el período de tu poderío.
           Tus  amenazas  no  pueden  moverme  a  ejecutar  ninguna  maldad;  al  contrario,  me

           confirman  en  mi  decisión  de  no  crearte  una  compañera  de  perversidades.  ¿Debo
           soltar  fríamente  en  el  mundo  un  demonio  que  se  complace  en  la  muerte  y  la
           desdicha? ¡Vete! Estoy decidido, y tus palabras no harán sino exasperar mi cólera.
               El  monstruo  leyó  la  determinación  en  mi  rostro  y  rechinó  los  dientes  en  la
           impotencia de su ira.

               —¿Por qué cada hombre —exclamó— ha de tener una esposa para su lecho, y



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