Page 15 - El hotel
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               LOS INQUILINOS






               ADEMÁS DE LEONOR ABELLA, había un notario, un forense y una pareja de
               Canadá. Todos huéspedes fijos. Llevaban muchos años con ellos y mi madre ya
               los conocía.


               El notario resultó ser el señor Aguado, aquel hombre que se secaba los ojos con
               un pañuelo en la estación. Cuando le dijeron que aquella mujer tan guapa,
               morena y alta, acompañada de tres niños, era Lali, o sea, mi madre, o sea, la
               cuarta hija del abuelo Aquilino, se le llenaron los ojos de lágrimas.


               –Pero qué guapa estás –dijo.


               Y no dijo más, pero se le veía emocionado con el encuentro. Era un hombre
               serio, callado y formal que cogió la buena costumbre de darnos la paga a los
               niños del hotel. Cada domingo, nos llamaba a su cuarto, donde tenía preparadas
               las monedas en montoncitos, más altos a mayor edad, y nos los iba repartiendo
               muy solemne, sin quitarse el traje ni la pelliza que llevaba en invierno.


               El forense, al que llamaban Currito, era un andaluz destinado en Asturias que
               echaba de menos el sol, el gazpacho y las zetas de algunas palabras. Siempre que
               podía, se colaba en la cocina y discutía con el tío Manolo sobre el cantar.


               –¡Que laz tonadaz que aquí tenéiz no tienen el alma del cante jondo! –gritaba
               poniéndose colorado, y era la única vez que se le oía gritar–. ¡A ver cuándo me
               dan el trazlado a mi tierra, ozú!


               Y el tío Manolo:


               –¡Más alma que la del mineru y la de la vaqueira nun la hay!


               Y hacían un duelo de cantes que alborotaba a las aves y al señor Aguado, y sobre
               todo a los canadienses. A Leonor Abella, a la que todos llamaban doña Leonor
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