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UN TELÉFONO  DE ANDAR POR CASA


                  Días extraños, días largos para unos, cortos para otros. Creo que todos vamos a
                  coincidir en que estamos viviendo un tiempo de incertidumbre y de puertas cerradas;
                  de noticias y noticias de recurrente insistencia y doloroso contenido. Mantenemos, sin
                  embargo, la esperanza, cierta, de que más tarde o más temprano, este “tiempo
                  distinto”, anécdota para unos, terrible vivencia para otros, se irá desvaneciendo de la
                  misma manera que llegó, pero sabiendo que cuando finalmente abramos nuestras
                  puertas no seremos los mismos.

                  Hace unas dos semanas me encontré ante la tesitura de llamar telefónicamente a mi
                  grupo de alumnos para alentarlos a continuar con las clases que hasta hacía pocos
                  días se habían desarrollado en el entorno clásico, pero siempre cercano de nuestras
                  aulas, las aulas del CEPA.

                  El correo electrónico, casi siempre más preciso y efectivo, pero indudablemente más
                  distante, la mayoría de las veces caía en saco roto: direcciones de correo no
                  utilizadas, ausencia de respuestas… Me di cuenta que al final el teléfono: una voz ante
                  una voz, espontáneos intercambios de palabras, voces reconocibles…  permitía una
                  conexión más parecida a la del ambiente presencial que hasta hacía poco habíamos
                  disfrutado.
                  Con esas llamadas –no voy a desvelar nada extemporáneo-, en un ejercicio de
                  intrusismo, entiendo que no pretendidamente invasivo y bastante justificado, sondeé,
                  si se quiere superficialmente en el devenir de múltiples conversaciones, diversas
                  circunstancias y situaciones vinculadas la mayoría a un problema que se nos ha
                  venido encima con demasiada brusquedad.

                  Escuchaba palabras, algunas llenas de dudas, otras de más determinación; extensas
                  explicaciones que se sucedían de otras más breves; silencios no menos elocuentes,
                  incluyendo casi todas esas formas de expresión preocupaciones de toda índole. Todo
                  ello con el telón de fondo de una enfermedad que está actuando de manera
                  indiscriminada, imprevista e implacable, sobre todo en nuestra gente mayor y más
                  querida.

                  Al final, ese teléfono -inventado por el italiano Antonio Meucci en 1854, de bien tardío y
                                       póstumo reconocimiento: 2002, y verdadero pionero de las
                                       tecnologías de la comunicación- cuya razón de ser fue algo tan
                                       simple y a la vez tan profundamente humano como poder
                                       conectar su oficina con el dormitorio donde yacía su esposa
                                       enferma, adquiría su sentido más propio.
                  Lo que en principio entendí como búsqueda de un cierto compromiso de adhesión a la
                  causa docente, más o menos conseguido, finalmente se tornó en algo mucho más
                  importante: una simple y sencilla llamada de apoyo o de ánimo en la que, dadas las
                  circunstancias, todas las razones o sinrazones esgrimidas por los que se situaban al
                  otro lado del aparato cobraban sentido. Ahí, en esas llamadas, y en las llamadas que
                  se producen por doquier, sobre todo en tiempos como este que estamos viviendo,
                  sigue estando presente Antonio Meucci y el noble y honorable propósito de su
                  maravilloso invento.

                                                                                   Carlos Manuel Ruiz Jiménez
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