Page 5 - Bochaca Oriol, Joaquín - Democracia show
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lugar Para la imaginación popular, que es lo esencial, esos marinos mantuvieron enhiesto su
pabellón ante su adversario inglés, hundiéndose con su barco al grito de ¡Vive la République!.
Esto, repetimos, es lo esencial. El hecho de que se rindieran a un buque de menor calado, con su
capitán a la cabeza, es lo accesorio.
Y también es igualmente accesorio que el bravo general Cambronne muriera en su cama en 1842,
reconfortado con la presencia de su esposa inglesa. Lo que cuenta es que, antes de entregar
dócilmente su espada al mayor alemán Halkett, en el atardecer del 18 de Junio de 1815,
apostrofara a sus enemigos con la frase ¡La guardia del Emperador muere, pero no se rinde!. Sólo
esto contará para la Historia, hasta la consumación de los siglos. ¿Qué importa el resultado de la
batalla de Waterloo (2).
¿Qué importa que en el transcurso de la misma batalla el Mariscal Ney proclamara Venid a ver
cómo muere un mariscal de Francia en el campo de batalla y luego muriera, un año más tarde, en
la cama, como las gentes de bien
Ya su Emperador le había dado un buen ejemplo en Fontainebleau en la víspera de su primera
abdicación Ahora se verá lo que es la muerte de un gran hombre. Efectivamente, se vió. Pero
siete años más tarde y en Santa Elena.
Y el adversario local de Napoleón, Luis XVIII, no era menos pródigo en sublimes sacrificios
retóricas. El 16 de Marzo de 1 815, tras el regreso napoleónico de la isla de Elba, y mientras se
preparaba para huir a Gante a reunirse con los ingleses que debían conducirle de nuevo a
Londres, anunciaba a la Cámara El enemigo público ha penetrado en una parte de mi reino. Y
preguntaba, noblemente ¿Podría yo, a mis sesenta años, terminar mejor mi carrera más que
muriendo en su defensa (3).
Y Carlos X, muerto, como Luís XVIII, en su cama, decía a sus ministros Los revolucionarios no me
llevarán al patíbulo; me mataran a caballo. Y Jules Favre, Presidente del Gobierno francés
proclamaba, en 1870, ante la Cámara de Diputados No entregaremos a los prusianos ni un
centímetro de territorio, ni una piedra de nuestras fortalezas, para firmar, tres días más tarde, los
acuerdos preliminares de Versalles que privaban a Francia, en beneficio de Prusia, de muchísimos
billones de centímetros de territorio y centenares de miles de piedras de fortalezas, aunque eso no
empequeñecía en absoluto la brillantez del apóstrofe heroico. Y el general Ducrot, antes de intentar
una extemporáneo revancha contra los prusianos en Noviembre de 1870, anunciaba, a son de
fanfarrias Sólo volveré a Paris muerto o victorioso. Podréis verme caer, pero nunca me veréis
retroceder. Luego, el general Ducrot volvió a Paris, vivo y vencido; nadie le había visto caer; todo el
mundo le había visto retroceder, y al galope, además. Pero lo esencial estaba a salvo, puesto que
él había dicho lo que era preciso decir y había hablado como un personaje de Corneille en el
momento justo.
Si pasamos los Pirineos y regresamos a España, las frase sublimes también abundan. Por
ejemplo, Felipe II, al recibir la noticia de la espantosa derrota de la titulada Armada Invencible
presentándole los hechos no como un revés naval sino como la consecuencia de una insólita
tempestad que sólo hundía barcos españoles, y no ingleses, dicen que alzó los ojos al cielo y
musitó, resignadamente Yo mandé a mis barcos a luchar contra los hombres, no contra los
elementos. Frase que si bien no explica porqué puso a un hombre de secano como el Duque de
Medina-Sidonia al frente de la flota, sí al menos queda preciosa, que es lo decisivo.
O Don Emilio Castelar que, al enterarse de que las tropas mandadas por el general D. Manuel
Pavía entraban en las Cortes el 3 de enero de 1874, dijo, entre las aclamaciones de toda la
Cámara Me quedaré en mi puesto. Los militares tendrán que pasar por encima de mi cadáver. Que
luego siguiera dócilmente a un sargento que lo conducía del antebrazo no obscurece en lo más
mínimo la brillantez de la frase del ilustre tribuno de la I República Española.
O Gonzalo Fernández de Córdoba, apodado, el Gran Capitán, que, no pudiendo justificar las
malversaciones que cometió en Italia, le dijo al alguacil real, esta frase definitiva Decid a Su
Majestad que he gastado, en picos, palas y azadones, treinta millones.