Page 175 - La máquina diferencial
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Mallory y Fraser comieron unos sándwiches resecos de pavo y beicon que
adquirieron en un carrito callejero con laterales de cristal. De nuevo fueron incapaces
de alquilar un cabriolé. No quedaba ni uno solo en la calle. Todas las estaciones de
metro estaban cerradas, protegidas por piquetes de obreros iracundos que insultaban a
gritos a todo el que pasaba por delante.
El segundo compromiso del día, en Jermyn Street, resultó una gran decepción
para Mallory. Había ido al museo para hablar de su discurso, pero el señor Keats, el
quinótropo de la Real Sociedad, había enviado un telegrama diciendo que se
encontraba muy enfermo, y a Huxley lo habían arrastrado a la reunión de un comité
de lores intelectuales para hablar de la emergencia. Mallory ni siquiera pudo cancelar
su discurso, como le había sugerido Disraeli, porque el señor Trenham Reeks se
declaró incapaz de tomar semejante decisión sin la autoridad de Huxley, que, por su
parte, no había dejado dirección ni número telegráfico alguno en el que fuera posible
localizarlo.
Y para echar más sal en la llaga, el Museo de Geología práctica se encontraba casi
desierto: las alegres multitudes de escolares y los entusiastas de la Historia natural
habían quedado reducidos a unos cuantos desgraciados huraños que habían entrado
para respirar un aire algo más limpio y para huir del calor. Paseaban con aire perdido
y sin rumbo bajo el imponente esqueleto del leviatán, como si ansiaran romper sus
poderosos huesos y sorberle la médula.
No quedaba más remedio que volver andando al Palacio de Paleontología y
prepararse para la cena de esa noche con la Asociación de Jóvenes Agnósticos. Se
trataba de un grupo compuesto por estudiantes intelectuales. Se esperaría de Mallory,
como invitado de honor de la velada, que hiciera algunos comentarios tras la cena.
Había esperado con bastante impaciencia el acontecimiento, ya que los componentes
de la asociación formaban un grupo muy alegre, en absoluto tan pomposo como
podría sugerir su respetable nombre, y en compañía exclusiva de varones podría
contar unos cuantos chistes desenfadados adecuados para jóvenes solteros; había oído
varios a «Dizzy» Disraeli que le parecían muy buenos. Pero ahora se preguntaba
cuántos de sus anfitriones quedaban en Londres, o cómo conseguirían reunirse los
jóvenes si todavía sentían la inclinación de hacerlo. Y lo que era aún peor, cómo
resultaría la cena en el salón superior del pub Black Friars, que se encontraba cerca
del puente Blackfriars, por donde soplaba un viento proveniente del Támesis.
Las calles se vaciaban a ojos vista. Una tienda tras otra colocaba el cartel de
«Cerrado». Mallory había tenido la esperanza de encontrar un barbero que le
recortara el pelo y la barba, pero no tuvo esa suerte. La ciudadanía de Londres había
huido o se había ocultado tras sus ventanas bien cerradas. El humo se asentaba a ras
del suelo y se mezclaba con una niebla fétida, hasta producir un puré de guisantes
amarillento que se colaba por todas partes y dificultaba el ver algo más allá de media
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