Page 61 - La máquina diferencial
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numerosos, tan diminutos y tan bien trabajados que desdibujaban la realidad. Pues el
texano, tras bajar a Mick al suelo sin ruido, cerró la puerta y volvió a echar la llave
con movimientos pausados y metódicos.
La joven se balanceó, todavía arrodillada en el suelo, y luego se dejó caer contra
la pared, detrás del escritorio. A Mick lo arrastraron hasta la oscuridad más profunda
que había en el costado del armario. El texano se arrodilló sobre él, y entonces Sybil
escuchó el frufrú de la ropa, el golpe seco del tarjetero al ser arrojado a un lado, un
tintineo de dinero en metálico y el sonido de una única moneda al caer, rodar y girar
sobre el suelo de madera.
Y luego llegó de la puerta un arañazo, el ruido metálico de metal sobre metal, la
barahúnda de un borracho al buscar una cerradura. Houston abrió la puerta de par en
par y se lanzó hacia delante, apoyado en su pesado bastón. Profirió un eructo
atronador y se frotó la antigua herida.
—Hijos de puta... —dijo con voz ronca por la bebida; caminaba muy escorado, y
a cada paso el bastón caía con un crujido marcado—. ¿Radley? Sal de ahí, cachorrito.
—Se había acercado al escritorio y Sybil se apresuró a apartar los dedos sin hacer
ruido. Tenía miedo del peso de sus botas.
El texano cerró la puerta. —¡Radley! —Buenas noches, Sam. La habitación sobre
el Hart parecía tan lejana como los primeros recuerdos de
la infancia, allí, en medio del olor de la carnicería, en aquella oscuridad en la que
se movían los gigantes. Houston se abalanzó de repente para acuchillar las cortinas
con el bastón. Las rasgó y la luz de gas atrapó los dibujos que la escarcha creaba en
cada uno de los cristales separados por parteluces, e iluminó también el pañuelo del
texano y los ceñudos ojos sobre él, ojos lejanos y despiadados como las estrellas del
invierno. Houston se tambaleó al verlo. La manta rayada se le cayó de los hombros y
las medallas relucieron y retemblaron.
—Me han enviado los Rangers, Sam. —La pequeña pistola avispero de Mick
parecía un juguete en la mano del texano. Los cañones arracimados se guiñaron
cuando apuntó.
—¿Quién eres, hijo? —preguntó Houston. Todo rastro de la borrachera había
desaparecido de repente de su voz profunda—. ¿Eres Wallace? Quítate ese pañuelo.
Mírame de hombre a hombre...
—No me va a dar más órdenes, general. No debería haberse llevado lo que se
llevó. Nos robó, Sam. ¿Dónde está? ¿Dónde está ese dinero del tesoro?
—Ranger —respondió Houston con una voz que semejaba un suntuoso jarabe de
paciencia y sinceridad—, lo han engañado. Sé quién lo ha enviado y sé cuáles son las
mentiras y calumnias que sobre mí circulan. Pero le juro que no robé nada. Esos
fondos son míos por derecho, la caja sagrada del Gobierno en el exilio de Texas.
—Vendió Texas a cambio del oro británico —dijo el ranger—. Necesitamos ese
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