Page 8 - Y si Hitler hubiera ganado
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hubiese podido devorar Europa. Personalmente, no lo creo. Los diversos genios
europeos, ya bajo el emperador, se hubiesen compensado. La misma ambición de
dominación esperaba, incontestablemente, a la Europa hitleriana. Los alemanes tienen
reputación de comer mucho... Algunos consideraban a Europa como un plato
propio. Eran capaces de tragarse todo y esperaban, tensos, la ocasión. ¡Por supuesto que
sí! Y nosotros nos dábamos cuenta de ello, lo temíamos. De lo contrario hubiésemos
sido unos memos o, por lo menos, unos ingenuos, lo que, en político, viene a ser lo
mismo. Adoptamos nuestras precauciones, tomando, lo más firmemente posible,
posiciones de control o de prestigio con las que poder defendernos y capear lo mejor
posible el temporal. Ello tenía sus riesgos, es cierto. Negarlo sería imbécil. Pero también
existían motivos de confianza que eran bastante convincentes. En primer lugar, Hitler
era un hombre acostumbrado a ver lejos y al que el exclusivismo alemán no le
ahogaba. Había sido austriaco, después alemán, luego germánico. A partir de 1941 ya
había superado todas estas etapas: era europeo. El genio sobrevuela fronteras Y razas;
Napoleón, por su parte, no había sido al principio más que corso y corso anti-francés. Al
final, en Santa Elena, hablaba de él como de un pueblo querido, pero no el suyo
exclusivo. ¿Qué quiere el genio? Superarse continuamente. Mientras más considerable
es la masa a moldear, más en su elemento está. Europa, para Hitler, era una
construcción de talla digna de él. Alemania no era más que un inmueble importante que
él había edificado y que ahora observaba con complacencia. Pero él iba más lejos. Por
su parte no existía ningún peligro real con la alemanización de Europa. Esta
alemanización se encontraba en el extremo opuesto de todo lo que su ambición, su
orgullo, su genio, vislumbraban y le dictaban. ¿Qué había otros alemanes? Sí, pero
también había otros europeos. Y estos otros europeos poseían cualidades propias,
excepcionales, indispensables a los alemanes, sin las que su Europa no hubiese sido más
que un pasado pan mal amasado. Me refiero, fundamentalmente, al genio
francés. Nunca hubiesen podido los alemanes, para dar vida a Europa arreglarse sin el
genio francés, aunque no hubiesen querido recurrir al mismo y aunque, como era el caso
de algunos, lo despreciaran. Nada era posible y nada será nunca posible en Europa sin la
finura y la gracia francesas, sin la vivacidad y la claridad del espíritu francés. El pueblo
francés tiene una rápida inteligencia. Con ella capta, asimila, traspone, transfigura. El
gusto francés es perfecto. Jamás se volverá a realizar una segunda Cúpula de los
Inválidos. Nunca existirá otro río tan encantador como el Loira. Jamás habrá una
elegancia, un encanto, un placer de vivir como en París. La Europa de Hitler hubiese
sido amazacotada al principio. Al lado de un Göring, señor del Renacimiento, que posea
el sentido de lo fastuoso y de lo artístico, y de un Goebbels, inteligente y vivo como una
ardilla, muchos jefes hitlerianos eran burdos, vulgares como arrieros, sin gusto,
repartiendo su doctrina, sus ideas, sus órdenes, como la carne picada o sacos de abonos
orgánicos. Pero, precisamente por esta pesadez, el genio francés le hubiese sido
indispensable a esta nueva Europa. Hubiese hecho maravillas en su seno. En diez años
lo hubiese marcado todo. El genio italiano también hubiese hecho contrapeso a la
potencia demasiado tosca de los germanos. Con frecuencia se ha hecho burla de los
italianos. Se ha visto, sin embargo, después de la guerra, de qué eran capaces. Tan
fácilmente como lo vienen haciendo en el seno del mercado común, ellos hubiesen
invadido a la Europa hitleriana con su moda elegante, sus impecables zapatos, sus
rápidos y ligeros coches. Igualmente hubiese intervenido el genio ruso, y de una manera
considerable, estoy seguro, en el refinamiento de una Europa demasiado alemana en
donde 200 millones de eslavos del este iban a ser integrados. Cuatro años viviendo
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