Page 64 - Extraña simiente
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total de los campos, de los bosquecillos y de los matorrales. Era una vista
ligeramente desorientadora; Paul se volvió rápidamente de espaldas y se
adentró cautelosamente en el bosque.
—¿Hank? —llamó—. ¿Dónde estás?
Al cabo de unos minutos, después de tropezar varias veces con raíces y
plantas trepadoras disimuladas por la oscuridad, oyó un lamento grave, como
un borboteo, y se lanzó ciegamente hacia adelante, hacia donde sabía que
provenía el sonido, hacia el bosquecillo de acacias donde se había detenido un
mes antes. El mismo bosque de acacias de donde Lumas, en un arrebato de
cólera —así lo sentía Paul en retrospectiva— le había ordenado que se fuera
como si se tratara de un intruso desconocido que estuviera destruyendo su
valiosa propiedad privada.
* * *
Rachel frunció el ceño confundida. Ella conocía algo acerca de este niño
que dormía tan tranquilamente sobre el viejo sofá. No, reconsideró, no es que
conociera meramente algo de él —como por ejemplo, su edad exacta—, sino
que lo sabía todo. Pero sólo durante un corto espacio de tiempo. Unos cuantos
minutos como mucho, demasiado poco tiempo para que el conocimiento se
anclara en su consciencia, y no lo suficiente como para que le quedara algo
más que la tenue y huidiza sensación que sólo pudo apreciar durante una
fracción de segundo. Y esa sensación se hacía cada vez más tenue, minuto a
minuto.
¿Por qué le había dicho a Paul, por ejemplo, que Henry Lumas
entendería? ¿Entendería qué? ¿Era suyo el niño? Eso era una tontería. Si
Lumas fuera capaz de comprenderlo, sería una comprensión idéntica a lo que
ella había sentido sólo media hora antes. Una sensación, una revelación que
dentro de poco se habría esfumado por completo como la memoria pesada,
estática y finalmente perdida de un sueño desagradable.
Recordó que había actuado presa del pánico. Se había quedado tiesa,
señalando al niño y suplicando «Cógele antes de que…» ¿Antes de qué?
¿Pensaba que podría atravesar las paredes? Y más tarde, cuando Paul iba a
reconocer al niño acostado y que la luz de la lámpara le había iluminado la
cara, ¿qué había visto en su rostro que le hiciera salir corriendo despavorida y
meterse en la cocina a punto de echarse a llorar? No había nada en el rostro
del niño que justificara esa reacción. Era una cara perfecta. Tan perfecta,
pensó Rachel, como una flor silvestre.
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