Page 114 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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de noche y una falsa barba dorada de día, y holgó con los jinetes de camisas

               verdes en sus establos, y cenó en un pesebre de marfil con un caballo con la
               frente  llena  de  joyas,  y  cómo,  igual  que  Domiciano,  había  vagado  por  un
               pasillo  flanqueado  de  espejos  de  mármol,  mirando  a  su  alrededor  con  ojos
               consumidos  en  busca  del  reflejo  de  la  daga  que  pondría  fin  a  sus  días,

               enfermo de ese ennui, del tedium vitae que se apodera de aquéllos a los que
               nada niega la vida. También había contemplado a través de una transparente
               esmeralda el rojo caos del Circo, y luego, en una litera de nácar tirada por
               mulas con herraduras de plata, lo habían llevado por la calle de las Granadas

               hasta la casa del Oro, y había oído a los hombres gritar al césar Nerón a su
               paso y, como Heliogábalo, se había pintado el rostro con color, y había hilado
               con rueca entre las mujeres, y había traído la luna de Cartago y se la había
               entregado en matrimonio místico al sol.

                    Una vez y otra, Dorian solía leer aquel capítulo fantástico, así como el
               capítulo que lo seguía inmediatamente, en el que Raoul describe los curiosos
               tapices que ha hecho tejer para él a partir de los diseños de Gustave Moreau,
               donde se habían plasmado las formas terribles y bellas de aquéllos a los que la

               Lujuria, la Sangre y el Tedio habían vuelto monstruosos o locos. Allí estaban
               Manfredo,  rey  de  Apulia,  que  siempre  vestía  de  verde  y  sólo  trataba  con
               cortesanas  y  bufones;  Filippo,  duque  de  Milán,  que  mató  a  su  esposa  y  le
               pintó  los  labios  con  un  veneno  escarlata  para  que  el  culpable  amante

               absorbiese la muerte repentina del cuerpo inerte que había acariciado; Pietro
               Barbo,  el  veneciano,  conocido  como  Pablo  II,  que  en  su  vanidad  quiso
               adoptar el nombre de Formoso y cuya tiara, valorada en 200 000 florines, fue
               pagada  al  precio  de  un  terrible  pecado;  Gian  Maria  Visconti,  que  cazaba

               hombres con perros de presa, y cuyo cuerpo asesinado fue cubierto de rosas
               por una ramera que lo amó; Borgia en su caballo blanco, con el Incesto y el
               Fratricidio cabalgando junto a él y la túnica manchada de la sangre de Perotto;
               Pietro Riario, el joven cardenal arzobispo de Florencia, hijo y cómplice de

               Sixto IV, a cuya belleza sólo igualaba su libertinaje, y que recibió a Leonor de
               Aragón en un pabellón de seda blanca y carmesí lleno de ninfas y centauros y
               cubrió de oro a un muchacho para que la sirviera en el festín como si fuera
               Ganímedes  o  Hilas;  Ezzelino,  cuya  melancolía  sólo  podía  curarse  con  el

               espectáculo de la muerte y que sentía por la roja sangre la misma pasión que
               otros  hombres  sentían  por  el  rojo  vino  (el  hijo  del  demonio,  se  decía,  que
               había  logrado  engañar  a  su  padre  jugándose  a  los  dados  su  propia  alma);
               Giambattista  Cibo,  que  de  burla  adoptó  el  nombre  de  Inocente,  y  a  cuyas

               aletargadas  venas  trasfundió  un  médico  judío  la  sangre  de  tres  muchachos;




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