Page 94 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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No  había  entrado  en  aquel  lugar  desde  hacía  más  de  cuatro  años.  No,

               desde  luego,  desde  que  lo  había  utilizado,  primero  como  sala  de  juegos,
               siendo  niño,  y  más  tarde  como  estudio  cuando  fue  algo  mayor.  Era  una
               habitación grande, bien proporcionada, que había sido construida ex profeso
               por el último lord Sherard para uso del pequeño sobrino al que, al no tener

               hijos  él  mismo,  y  tal  vez  por  otras  razones,  había  odiado  siempre  y  había
               querido  mantener  a  distancia.  A  Dorian  no  le  pareció  muy  cambiada.  Allí
               estaba la enorme cassone italiana, con sus paneles fantásticamente pintados y
               sus deslustradas molduras doradas, en la que tantas veces se había escondido

               de niño. Allí estaba la librería de madera satinada con sus manoseados libros
               escolares. En la pared, tras ella, colgaba el mismo raído tapiz flamenco en el
               que un rey y una reina desgastados jugaban al ajedrez en un jardín mientras
               que un grupo de halconeros pasaba a caballo con pájaros encapuchados en sus

               muñecas  enguantadas.  ¡Qué  bien  lo  recordaba  todo!  Cada  momento  de  su
               solitaria niñez volvía a él al mirar alrededor. Recordaba la pureza sin mácula
               de su vida infantil, y le parecía horrible que aquél fuera a ser el lugar donde el
               funesto  retrato  iba  a  ocultarse.  ¡Qué  poco  había  pensado  en  aquellos  días

               muertos en todo lo que le aguardaba!
                    Pero  no  había  ningún  otro  lugar  en  la  casa  tan  a  salvo  de  miradas
               entrometidas como aquél. Él tenía la llave, y nadie más podía entrar allí. Bajo
               su  sudario  púrpura,  el  rostro  pintado  en  el  lienzo  podría  volverse  bestial,

               podrido y sucio. ¿Qué importaba? Nadie podría verlo. Ni siquiera él lo vería.
               ¿Por qué iba a contemplar la espantosa corrupción de su alma? Conservaría su
               juventud: eso bastaba. Y, además, ¿no podría su naturaleza mejorar, después
               de  todo?  No  había  razón  para  que  el  futuro  tuviera  que  estar  tan  lleno  de

               vergüenza. Algún amor podría cruzarse en su vida, y purificarlo, y protegerlo
               de  aquellos  pecados  que  ya  parecían  estar  agitándolo  en  carne  y  espíritu,
               aquellos extraños pecados no reflejados en la pintura cuyo mismo misterio les
               confería  su  sutileza  y  atractivo.  Quizá,  algún  día,  la  mirada  cruel  habría

               desaparecido de aquella delicada boca escarlata, y él podría mostrar al mundo
               la obra maestra de Basil Hallward.
                    Pero, no. Era imposible. La criatura del lienzo estaba envejeciendo hora
               tras hora, semana tras semana. Aunque escapara a la fealdad del pecado, la

               fealdad  de  la  edad  lo  aguardaba.  Las  mejillas  se  hundirían  o  se  harían
               fláccidas.  Amarillentas  patas  de  gallo  rodearían  los  ojos  consumidos
               volviéndolos horribles. El pelo perdería su brillo; la boca se abriría o caería
               con laxitud y sería estúpida o repugnante, como son las bocas de los viejos.

               Allí estarían el amigado cuello, las manos frías con venas azules, el cuerpo




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