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Timbersaw
Rizzrack aún podía oír los gritos en su cabeza. Trabajaba frenéticamente
haciendo girar la llave inglesa, enroscando tuercas, construyendo, cincelando,
forjando. El sueño le evitaba; él solamente construía. Habían pasado meses
desde que se encerró en el taller de su tío, y su salvación ya casi estaba
terminada. Se frotó la espalda mientras cerraba los ojos. Entonces pudo ver un
manto de flores flotando sobre las plácidas olas de Bahía Augurio antes de
explotar en una nube de polen que silenciaba las vidas en cuanto alcanzaba los
pulmones. Se despertó sobresaltado, con ahogo. Durante horas, el rítmico
sonido de la piedra de amolar llenó el taller mientras afilaba un set de enormes
hojas. Su mente se llenaba de imágenes de enredaderas estrangulando a sus
vecinos, envolviendo sus casas. La inundación de Bahía Augurio no había sido
nada en comparación con la violencia de los horrores que las aguas habían
dejado tras de sí para que enraizaran más allá de los muros de la ciudad. Pero
el sierratraje le daría fuerza y seguridad —pensaba él—, permitiendo esa chispa
de esperanza antes de que el poderío de su miedo chocara contra su debilitada
mente. Ramas, corteza, sangre. Cuando la ciudad cayó, Rizzrack huyó de los
árboles andantes, los combatió, los mató. Los árboles habían destrozado las
puertas e irrumpido en la ciudad. Los árboles habían aplastado, hecho añicos y
pisoteado lo último que Bahía Augurio había podido reunir como defensa,
acosando a los pocos refugiados que aún no habían huido. Con torpe silencio,
Rizzrack desenrolló la gruesa cadena del brazo del traje, trémulas sus manos
mientras inspeccionaba cada conexión y deslizaba un vacilante dedo por la garra
unida a su extremo. El sierratraje estaba listo.
Con temblorosa mano despertó de su letargo a la máquina de cortar. El terror
le impulsaba, terror a lo que le esperaba y a lo que tendría que enfrentarse
para poder albergar la esperanza de calmar su pensamiento. Con el sierratraje
estremeciéndose mientras cobraba vida, se dio cuenta de que debía enfrentarse a
este miedo, y supo también que eso no le iba a gustar ni lo más mínimo.