Page 170 - El Señor de los Anillos
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Los hobbits subieron por una pendiente suave, dejaron atrás unas pocas casas
dispersas y se detuvieron a las puertas de la posada. Las casas les parecían
grandes y extrañas. Sam miró asombrado los tres pisos y las numerosas ventanas
del albergue y sintió un desmayo en el corazón. Había imaginado que se las vería
con gigantes más altos que árboles y otras criaturas todavía más terribles en
algún momento del viaje, pero descubría ahora que este primer encuentro con
los hombres y las casas de los hombres le bastaba como prueba, y en verdad era
demasiado como término oscuro de una jornada fatigosa. Imaginó caballos
negros que esperaban ensillados en las sombras del patio de la posada y Jinetes
Negros que espiaban desde las tenebrosas ventanas de arriba.
—No pasaremos aquí la noche, seguro, ¿no, señor? —exclamó—. Si hay
gente hobbit por aquí, ¿por qué no buscamos a alguno que quiera recibirnos? Sería
algo más hogareño.
—¿Qué tiene de malo la posada? —dijo Frodo—. Nos la recomendó Tom
Bombadil. Quizás el interior sea bastante hogareño.
Aun desde afuera la casa tenía un aspecto agradable, para ojos familiarizados
con estos edificios. La fachada miraba al camino y las dos alas iban hacia atrás
apoyándose en parte en tierras socavadas en la falda de la loma, de modo que las
ventanas del segundo piso de atrás se encontraban al nivel del suelo. Una amplia
arcada conducía a un patio entre las dos alas y bajo esa arcada a la izquierda
había una puerta grande sobre unos pocos y anchos escalones. La puerta estaba
abierta y derramaba luz. Sobre la arcada había un farol y debajo se balanceaba
un tablero con una figura: un poney blanco encabritado. Encima de la puerta se
leía en letras blancas: El Poney Pisador de Cebadilla Mantecona. En las ventanas
más bajas se veía luz detrás de espesas cortinas.
Mientras titubeaban allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar adentro
una alegre canción y unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits
prestaron atención un momento a este sonido alentador y desmontaron. La
canción terminó y hubo una explosión de aplausos y risas. Llevaron los poneys
bajo la arcada, los dejaron en el patio y subieron los escalones. Frodo abría la
marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara
roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una
bandeja de jarros llenos hasta el borde.
—Podríamos… —comenzó Frodo.
—¡Medio minuto, por favor! —gritó el hombre volviendo la cabeza y
desapareció en una babel de voces y nubes de humo. Un momento después
estaba de vuelta secándose las manos en el delantal.
—¡Buenos días, pequeño señor! —dijo saludando con una reverencia—. ¿En
qué podría servirlo?
—Necesitamos cama para cuatro y albergue para cinco poneys, si es posible.