Page 717 - El Señor de los Anillos
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descendía hacia el oeste. Más allá, las pendientes estaban cubiertas de árboles
sombríos, como nubes oscuras, pero alrededor crecía un tupido brezal de
retamas, cornejos y otros arbustos desconocidos. Aquí y allá asomaban unos
pinos altos. Los corazones de los hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y
fragante, les trajo el recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del
Norte. Era una felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar
un suelo que el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no
había caído en la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los
amenazaba, ni de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese
detrás de aquellas elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de
un sitio donde ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.
El día transcurrió, inquietante. Tendidos en la espesura del brezal, contaban las
horas lentas, y les parecía que poco o nada cambiaba; se encontraban aún bajo la
sombra de Ephel Dúath, y el sol estaba velado. Frodo dormía por momentos,
profunda y apaciblemente, ya fuera porque confiaba en Gollum o porque estaba
demasiado cansado para preocuparse; pero Sam a duras penas conseguía
dormitar, aun en los momentos en que Gollum dormía visiblemente a pierna
suelta, resoplando y contrayéndose en sueños secretos. El hambre acaso, más
que la desconfianza, lo mantenía despierto; había empezado a añorar una buena
comida casera, « un bocado caliente sacado de la olla» .
Tan pronto como la tierra fue sólo una extensión gris con la proximidad de la
noche, reanudaron la marcha. Poco después Gollum los hizo bajar al camino del
sur; y a partir de ese momento empezaron a avanzar más rápidamente, aunque
ahora el peligro era mayor. Aguzaban los oídos, temerosos de escuchar ruidos de
cascos o de pies delante de ellos o detrás; pero la noche pasó sin que oyeran
nada.
El camino, construido en tiempos muy remotos, había sido recientemente
reparado a lo largo de unas treinta millas bajo el Morannon, pero a medida que
avanzaba hacia el sur cobraba un aspecto cada vez más salvaje. La mano de los
hombres de antaño era aún visible en la rectitud y la seguridad del recorrido y en
la uniformidad de los niveles: de tanto en tanto se abría paso a través de las
laderas de las colinas, o un arco armonioso de sólida mampostería atravesaba un
río; pero al cabo todo signo de arquitectura desaparecía, excepto una que otra
columna rota que emergía aquí y allá entre los matorrales, o algunos desgastados
adoquines que asomaban aún entre el musgo y las malezas. Brezos, árboles y
helechos invadían en espesa maraña las orillas o se extendían por la superficie. El
camino parecía al fin un sendero rural poco frecuentado; pero no serpeaba: iba
siempre en la misma dirección y los llevaba por la vía más corta.
Cruzaron así las marcas septentrionales de ese país que los hombres llamaban
antaño Ithilien, una hermosa región de lomas boscosas y de aguas rápidas. A la
luz de las estrellas y de una luna redonda, la noche se volvió transparente, y los