Page 780 - El Señor de los Anillos
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mucho más allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes
sombrías. En aquel valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia
insoportable y feroz. Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos
mellados emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del
Gorgoroth. Luego se oyó el estampido de un trueno.
Y Minas Morgul respondió. Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas
de luz azul brotaron de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes
lóbregas. La tierra gimió; y un clamor llegó desde la ciudad. Mezclado con voces
ásperas y estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos
furiosos y aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió
rápidamente de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible. Los
hobbits giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido y
se tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.
Cuando el grito terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo
levantó lentamente la cabeza. Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel
de los ojos, se alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa,
como una boca flanqueada de dientes relucientes, estaba abierta. Y por esa
puerta salía un ejército.
Todos los hombres iban vestidos de negro, sombríos como la noche. Frodo los
veía contra los muros claros y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras
que marchaban en filas apretadas, silenciosos y rápidos, fluyendo como un río
interminable. Al frente avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se
movían como sombras disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los
otros: un jinete, todo de negro, excepto la cabeza encapuchada protegida por un
yelmo que parecía una corona y que centelleaba con una luz inquietante.
Descendía, se acercaba al puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos,
incapaz de parpadear o de apartar la mirada. ¿No era aquel el Señor de los
Nueve Jinetes, el que había retornado para conducir a la guerra a aquel ejército
horrendo? Allí, sí, allí, estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera
al Portador del Anillo con un puñal mortífero. La vieja herida le latió de dolor y
un frío inmenso invadió el corazón de Frodo.
Y mientras estos pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían
paralizado como por un sortilegio, el jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada
del puente, y toda la hueste se inmovilizó detrás. Hubo una pausa, un silencio de
muerte. Tal vez era el Anillo que llamaba al Señor de los Espectros, y lo turbaba
haciéndole sentir la presencia de otro poder en el valle. A un lado y a otro se
volvía la cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos
invisibles. Frodo esperaba, como un pájaro que ve acercarse una serpiente,
incapaz de moverse. Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la
orden de ponerse el Anillo en el dedo. Pero por más poderoso que fuese aquel
impulso, ahora no se sentía inclinado a ceder. Sabía que el anillo no haría otra