Page 894 - El Señor de los Anillos
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aire espeso; un sonido bronco y ominoso.
El rey se volvió a Merry.
—Maese Meriadoc, parto a la guerra —le dijo—. Dentro de un momento me
pondré en camino. Te eximo de mi servicio, mas no de mi amistad.
Permanecerás aquí, y si lo deseas estarás al servicio de la Dama Eowyn, quien
gobernará el pueblo en mi ausencia.
—Pero… pero Señor —tartamudeó Merry—, os he ofrecido mi espada. No
deseo separarme así de vos, Rey Théoden. Todos mis amigos se han ido a
combatir, y si no pudiera hacerlo también yo, me sentiría abochornado.
—Es que nuestros caballos son altos y veloces —replicó Théoden—, y por
muy grande que sea tu corazón, no podrás montarlos.
—Pues bien, atadme al lomo de uno de ellos, o dejadme ir colgado de un
estribo, o algo así —dijo Merry—. El trayecto es largo para que os siga
corriendo, pero si no puedo cabalgar correré, aunque me gaste los pies y llegue
con varias semanas de atraso. Théoden sonrió.
—Antes que eso te llevaría en la grupa de Crinblanca —dijo—. Pero al
menos cabalgarás conmigo hasta Edoras, y verás el palacio de Meduseld; pues
ese es el camino que tomaré ahora. Hasta allí, Stybba podrá llevarte: la gran
carrera sólo comenzará cuando lleguemos a las llanuras.
Entonces Eowyn se levantó.
—¡Venid conmigo, Meriadoc! —dijo—. Os mostraré lo que os he preparado.
—Salieron juntos—. Sólo esto me pidió Aragorn —dijo mientras pasaban entre
las tiendas—: que os proveyera de armas para la batalla. Y yo he tratado de
atender a ese deseo lo mejor que he podido. Porque el corazón me dice que antes
del fin las necesitaréis.
Eowyn llevó a Merry a un cobertizo entre las tiendas de la guardia del rey, y
allí un armero le trajo un casco pequeño, y un escudo redondo, y otras piezas.
—No tenemos una cota de malla que os pueda venir bien —dijo Eowyn—, ni
tampoco para forjar un plaquín a vuestra medida; pero aquí hay también un
justillo de buen cuero, un cinturón y un puñal. En cuanto a la espada, ya la tenéis.
Merry se inclinó, y la dama le mostró el escudo, que era semejante al que
había recibido Gimli, y llevaba la insignia del caballo blanco.
—Tomad todas estas cosas —prosiguió— ¡y conducidlas a un fin venturoso!
Y ahora, ¡adiós, señor Meriadoc! Aunque quizás alguna vez volvamos a
encontrarnos, vos y yo.
Así, en medio de una oscuridad siempre creciente, el Rey de la Marca se
preparó para conducir a los jinetes por el camino del Este. Bajo la sombra, los
corazones estaban oprimidos y muchos hombres parecían desanimados. Pero era