Page 854 - El Señor de los Anillos
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ciudad.
—Lo era —respondió Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un
hombre de Gondor.
¡Oh, no me digas! —dijo el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres.
Pero ¿qué edad tienes y cómo te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto
mediré cinco pies. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia y
uno de los más altos. ¿Qué hace tu padre?
¿A qué pregunta he de responder primero? —dijo Pippin—. Mi padre cultiva
las tierras de los alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzaburgo en la
Comarca. Tengo casi veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida
sólo cuatro pies, y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.
—¡Veintinueve años! —exclamó el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres
casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas. Sin embargo —añadió, esperanzado—,
apuesto que podría ponerte cabeza abajo o tumbarte de espaldas.
—Tal vez, si yo te dejara —dijo Pippin, riendo—. Y quizás yo pudiera
hacerte lo mismo a ti: conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país.
Donde, déjame que te lo diga, se me considera excepcionalmente grande y
fuerte; y jamás he permitido que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo
intentaras, y no me quedara otro remedio, quizá me viera obligado a matarte.
Porque, cuando seas mayor, aprenderás que las personas no siempre son lo que
parecen; y aunque quizá me hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y
bonachón, y una presa fácil, quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un mediano, duro,
temerario y malvado! —Y Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un
paso atrás, pero en seguida volvió a acercarse, con los puños apretados y un
centelleo belicoso en la mirada.
—¡No! —dijo Pippin, riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo
un extranjero! No soy un luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien
lanza el desafío se diera a conocer.
El chico se irguió con orgullo.
—Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia —dijo.
—Era lo que pensaba —dijo Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo
conozco y él mismo me ha enviado a buscarte.
—¿Por qué, entonces, no lo dijiste en seguida? —preguntó Bergil, y una
expresión de desconsuelo le ensombreció de pronto la cara—. ¡No me digas que
ha cambiado de idea y que quiere enviarme fuera de la ciudad, junto con las
mujeres! Pero no, ya han partido las últimas carretas.
—El mensaje, si no bueno, es menos malo de lo que supones —dijo Pippin—.
Dice que si en lugar de ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la ciudad,
podrías acompañarme y aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría
contarte algunas historias de países remotos.
Bergil batió palmas y rió, aliviado.