Page 18 - Dune
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                                  Intentar  comprender  a  Muad’Dib  sin  comprender  a  sus  mortales  enemigos,  los
                                  Harkonnen, es intentar ver la Verdad sin conocer la Mentira. Es intentar ver la Luz sin
                                  conocer las Tinieblas. Es imposible.


                                                                Del Manual de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN



           Era la esfera de un mundo, parcialmente en las sombras, girando bajo el impulso de
           una  gruesa  mano  llena  de  brillantes  anillos.  La  esfera  estaba  sujeta  a  un  soporte

           articulado  fijo  a  una  pared  de  una  estancia  sin  ventanas,  cuyas  otras  paredes
           presentaban un mosaico multicolor de pergaminos, librofilms, cintas y bobinas. La
           luz,  procedente  de  globos  dorados  suspendidos  en  sus  campos  móviles,  iluminaba

           vagamente la estancia.
               Un escritorio elipsoide revestido de madera de elacca petrificada de color rosa

           jade se hallaba en el centro de la estancia. Algunas sillas a suspensor, monoformes, se
           hallaban a su alrededor. Dos estaban ocupadas. En una de ellas se sentaba un joven de
           cabello negro, de unos dieciséis años, de cara redonda y ojos tristes. El otro era un
           hombre pequeño y delgado de rostro afeminado.

               Ambos, el joven y el hombre, contemplaban la esfera que giraba, y al hombre que
           la hacía girar desde la penumbra.

               Una risa ahogada surgió junto a la esfera.
               Dejó paso a una voz baja y retumbante:
               —Aquí está, Piter. La mayor trampa para hombres de toda la historia. Y el Duque
           se apresura a colocarse de buen grado entre sus fauces. ¿No es un magnífico plan

           preparado por mí, el Barón Vladimir Harkonnen?
               —Por supuesto, Barón —dijo el hombre. Su voz era de tenor, con una cualidad

           suave y musical.
               La gruesa mano hizo descender la esfera y detuvo su rotación. Ahora, todos los
           ojos en la estancia podían contemplar la superficie inmóvil y ver que se trataba de
           una esfera hecha para los más ricos coleccionistas o los gobernadores planetarios del

           Imperio. Todo en él sugería el sello característico de los artesanos Imperiales. Las
           líneas de longitud y latitud estaban marcadas con el más fino hilo de platino. Los

           casquetes polares eran maravillosos diamantes incrustados.
               La gruesa mano se movió, recorriendo los detalles de la superficie.
               —Os  invito  a  observar  —retumbó  la  voz  de  bajo—.  Observa  bien,  Piter,  y  tú

           también,  Feyd-Rautha,  querido:  desde  los  sesenta  grados  norte  hasta  los  sesenta
           grados  sur,  esos  exquisitos  repliegues.  Esos  colores:  ¿no  os  recuerdan  un  dulce
           caramelo?  Y  en  ningún  lugar  veréis  el  azul  de  lagos  o  ríos  o  mares.  Y  esos

           encantadores  casquetes  polares…  tan  pequeños.  ¿Puede  alguien  equivocarse  al




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