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otro escudo para el hombre. ¡Y aquel gladiador era fuerte! La hoja corta se acercaba
           inexorablemente,  y  Feyd-Rautha  se  dio  cuenta  de  pronto  de  que  un  hombre  podía
           morir también a causa de una hoja no envenenada.

               —¡Canalla! —jadeó Feyd-Rautha.
               A la palabra clave, los músculos del gladiador se relajaron por un breve instante.
           Fue suficiente para Feyd-Rautha. Abrió entre ellos el espacio suficiente para el arma

           larga. Su punta envenenada trazó un surco rojo en el pecho del esclavo. La agonía del
           veneno fue instantánea. El hombre se apartó de él y retrocedió, vacilante.
               Ahora, que mi querida familia observe, pensó Feyd-Rautha. Que todos crean que

           este  esclavo  ha  estado  a  punto  de  volver  contra  mí  el  arma  envenenada.  Que  se
           pregunten cómo un gladiador ha podido entrar en la arena preparado y dispuesto
           para una tal tentativa. Y que nunca sepan con certeza cuál de mis manos lleva el

           veneno.
               Feyd-Rautha se inmovilizó en silencio, observando los torpes movimientos del

           esclavo.  El  hombre  avanzaba  con  una  consciente  vacilación.  Todos  podían  leer
           claramente en su rostro. La muerte estaba escrita en él. El esclavo sabía lo que le
           había ocurrido y cómo le había ocurrido. El arma larga era la que llevaba el veneno.
               —¡Tú! —gimió el hombre.

               Feyd-Rautha retrocedió para dejar espacio a la muerte. La droga paralizante del
           veneno aún no había hecho todo su efecto, pero los movimientos cada vez más lentos

           del hombre indicaban su progresión.
               El esclavo titubeó hacia adelante, como tirado por un invisible hilo… un trabajoso
           paso,  luego  otro.  Cada  paso  era  el  único  paso  en  su  universo  particular.  No  había
           soltado su cuchillo, pero su punta temblaba.

               —Un día… uno de… nosotros… te… despedazará —balbuceó.
               Una  pequeña  mueca  triste  contorsionó  su  boca.  Cayó  sentado  al  suelo,  se

           derrumbó completamente, se envaró y rodó lejos de Feyd-Rautha, con el rostro contra
           el suelo.
               Feyd-Rautha avanzó en la silenciosa arena, puso un pie bajo el gladiador y lo giró
           boca  arriba  para  que  todos,  desde  las  gradas,  pudieran  ver  las  convulsiones  de  su

           rostro  mientras  el  veneno  iba  actuando.  Pero  el  cuchillo  del  gladiador  estaba
           profundamente enterrado en su pecho.

               A despecho de la frustración, Feyd-Rautha tuvo que admirar el esfuerzo que había
           tenido  que  hacer  el  esclavo  para  vencer  su  parálisis  y  hundirse  el  cuchillo  en  su
           propio cuerpo. Y al mismo tiempo comprendió que aquello era verdaderamente lo

           que tenía que temer.
               Es terrible lo que hace de un hombre un superhombre.
               Mientras se concentraba en este pensamiento, Feyd-Rautha tomó consciencia del

           clamor  que  había  estallado  en  las  gradas  y  en  los  palcos  a  su  alrededor.  Todos




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