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Adrenalina
—Bien, ¿dónde está el embrague?
Señalé una palanca en el manillar izquierdo. Era un misterio cómo iba a poder
pulsarlo sin soltar el manillar. La pesada motocicleta temblaba debajo de mí,
amenazando con tumbarme a un lado. Agarré otra vez el manillar, intentando
mantenerla derecha.
—Jacob, esto no se queda de pie —me quejé.
—Verás cómo va bien cuando esté en movimiento —me prometió él—. Ahora,
¿dónde tienes los frenos?
—Detrás de mi pie derecho.
—Error.
Me tomó la mano derecha y me dobló los dedos alrededor de la palanca de
aceleración.
—Pero tú me dijiste...
—Éste es el freno que estás buscando. No uses ahora el freno de atrás, eso lo
dejaremos para más tarde, cuando sepas lo que estás haciendo.
—Eso no suena nada bien —repliqué con cierta suspicacia—. ¿No son los dos
frenos igual de importantes?
—Olvídate del freno de atrás, ¿vale? Aquí... —envolvió mi mano con la suya y
me hizo apretar la palanca hacia abajo—. Así es como se frena. No lo olvides —me
apretó la mano otra vez.
—De acuerdo —asentí.
—¿El acelerador?
Giré el manillar derecho.
—¿La palanca de cambios?
La empujé ligeramente con mi pantorrilla izquierda.
—Muy bien. Creo que ya has pillado el manejo de todas las partes. Ahora sólo
te queda arrancar la moto.
—Oh, oh —murmuré, asustada, por decirlo con suavidad. Notaba unos
extraños retortijones en el estómago y sentí que me iba a fallar la voz.
Estaba aterrorizada. Intenté decirme a mí misma que el miedo no tenía sentido.
Ya había pasado por lo peor que podía ocurrirme. En comparación, ¿cómo me iba a
asustar por esto? Supuse que debería poner cara de no importarme nada y reírme.
Pero mi estómago no estaba por colaborar.
Miré fijamente el largo tramo de camino polvoriento, flanqueado por una densa
maleza envuelta en niebla. La senda era arenosa y húmeda, desde luego, mejor que el
fango.
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