Page 69 - El Alquimista
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amanecer, despertó a uno de los chicos que dormía en su tienda y le pidió que
               le mostrara dónde vivía Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio,
               el muchacho le dio dinero para comprar una oveja.

                   Después le pidió que descubriera dónde dormía Fátima, que la despertara y
               le dijese que él la estaba esperando. El joven árabe lo hizo, y a cambio recibió
               dinero para comprar otra oveja.


                   —Ahora déjanos solos —dijo el muchacho al joven árabe, que volvió a su
               tienda a dormir, orgulloso de haber ayudado al Consejero del Oasis y contento
               por tener dinero para comprar ovejas.

                   Fátima apareció en la puerta de la tienda, y ambos se dirigieron hacia las
               palmeras.  El  muchacho  sabía  que  esto  iba  contra  la  Tradición,  pero  para  él
               ahora eso carecía de importancia.

                   —Me voy —dijo—. Y quiero que sepas que volveré. Te amo porque...


                   —No digas nada —le interrumpió Fátima—. Se ama porque se ama. No
               hay ninguna razón para amar.

                   Pero el muchacho prosiguió:

                   —Yo te amo porque tuve un sueño, encontré un rey, vendí cristales, crucé
               el  desierto,  los  clanes  declararon  la  guerra,  y  estuve  en  un  pozo  para  saber
               dónde vivía un Alquimista. Yo te amo porque todo el Universo conspiró para
               que yo llegara hasta ti.


                   Los dos se abrazaron. Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban.

                   —Volveré —repitió el muchacho. —Antes yo miraba al desierto con deseo
               —dijo Fátima—. Ahora lo haré con esperanza. Mi padre un día partió, pero
               volvió junto a mi madre, y continúa volviendo siempre.

                   Y  no  dijeron  nada  más.  Anduvieron  un  poco  entre  las  palmeras  y  el
               muchacho la dejó a la puerta de la tienda.

                   —Volveré como tu padre volvió para tu madre —aseguró.

                   Se dio cuenta de que los ojos de Fátima estaban llenos de lágrimas.


                   —¿Lloras?

                   —Soy una mujer del desierto —dijo ella escondiendo el rostro—. Pero por
               encima de todo soy una mujer.

                   Fátima entró en la tienda. Dentro de poco amanecería. Cuando llegara el
               día, ella saldría a hacer lo mismo que había hecho durante tantos años; pero
               todo habría cambiado. El muchacho ya no estaría en el oasis, y el oasis no
               tendría ya el significado que tenía hasta hacía unos momentos. Ya no sería el

               lugar con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos, adonde los peregrinos
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