Page 107 - Amor en tiempor de Colera
P. 107

El  ciclón  pasó  de largo,  pero sus galemas desbarataron en  quince minutos los
                    barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal Urbino,
                    satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a que escampara
                    por completo, y  se llevó por distracción el paraguas personal que Florentino Ariza le
                    prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le importó. Al contrario: se alegró de
                    pensar  en  lo que Fermina Daza  iba  a pensar cuando  supiera  quién era el dueño del
                    paraguas. Estaba todavía turbado por la conmoción de la entrevista cuando Leona
                    Cassiani pasó por su oficina, y le pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin
                    más vueltas, como reventar  un  nudo de golondrinos que  no lo dejaba  vivir:  ahora o
                    nunca. Empezó por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó
                    casi sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo
                    que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del lápiz con
                    sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se encogió de hombros para
                    liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.
                          -A lo mejor es por eso que hace tantas cosas --dijo-: para no tener que pensar.
                          Florentino Ariza intentó retenerla.
                          -Lo que me duele es que se tiene que morir --dijo.

                          -Todo el mundo tiene que morirse -dijo ella.
                          -Sí -dijo él-, pero éste más que todo el mundo.
                          Ella no entendió nada:  volvió  a encogerse  de hombros  sin hablar, y  se  fue.
                    Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz
                    con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera
                    a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo
                    jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para ella el cofre donde
                    lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se
                    dio cuenta de que había perdido la llave.
                          No  era  eso, sin embargo,  lo  más  estremecedor de  aquella tarde. Le quedaba la
                    nostalgia  de sus tiempos jóvenes, el recuerdo  vívido  de los Juegos Florales, cuyo
                    estruendo resonaba cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de
                    sus protagonistas, pero siempre,  como  en  casi todo,  un  protagonista secreto. Había
                    participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes, y nunca
                    obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por la ambición del
                    premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción adicional: Fermina Daza fue
                    la encargada de abrir los sobres lacrados y proclamar los nombres de los ganadores en la
                    primera sesión, y desde entonces quedó establecido que siguiera haciéndolo en los años
                    siguientes.

                          Escondido en la  penumbra de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el
                    ojal de la solapa por la fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo
                    los tres sobres lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer
                    concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando descubriera que él
                    era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que reconocería la letra, y que
                    en aquel  instante  había  de evocar las  tardes de bordados  bajo  los almendros del
                    parquecito, el olor de las gardenias mustias en las cartas, el valse confidencial de la diosa
                    coronada  en  las madrugadas  de viento. No sucedió.  Peor aún: la Orquídea de  Oro, el
                    galardón más codiciado de la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El
                    escándalo  público que provocó  aquella decisión insólita puso  en duda  la seriedad del
                    certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la
                    excelencia del soneto.
                          Nadie creyó que el autor fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo
                    anterior  huyendo del flagelo  de  fiebre amarilla que  asoló a  Panamá durante  la
                    construcción del ferrocarril de los dos océanos, junto  con muchos otros que aquí se
                    quedaron hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos
                    a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez, algunos de
                                                                              Gabriel García Márquez  107
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111   112