Page 113 - Amor en tiempor de Colera
P. 113
mamar, cambiándole los pañales embarrados, distrayéndolo con engañifas de madre
para aliviarle el terror de salir por las mañanas a verle la cara a la realidad. Y sin
embargo, cuando lo veían salir de la casa instigado por ellas mismas a tragarse el
mundo, entonces eran ellas las que se quedaban con el terror de que el hombre no
volviera nunca. Eso era la vida. El amor, si lo había, era una cosa aparte: otra vida.
En el ocio reparador de la soledad, en cambio, las viudas descubrían que la forma
honrada de vivir era a merced del cuerpo, comiendo sólo por hambre, amando sin
mentir, durmiendo sin tener que fingirse dormidas para escapar a la indecencia del amor
oficial, dueñas por fin del derecho a una cama entera para ellas solas en la que nadie les
disputaba la mitad de su sábana, la mitad de su aire de respirar, la mitad de su noche,
hasta que el cuerpo se saciaba de soñar con sus sueños propios, y despertaba solo. En
sus amaneceres de cazador furtivo, Florentino Ariza las encontraba a la salida de la misa
de cinco, amortajadas de negro y con el cuervo del destino en el hombro. Desde que lo
vislumbraban en la claridad del alba atravesaban la calle y cambiaban de acera con pasos
menudos y entrecortados, pasos de pajarito, pues el solo pasar cerca de un hombre
podía mancillarles la honra. Sin embargo, él estaba convencido de que una viuda
desconsolada, más que cualquier otra mujer, podía llevar adentro la semilla de la
felicidad.
Tantas viudas de su vida, desde la viuda de Nazaret, habían hecho posible que él
vislumbrara cómo eran las casadas felices después de la muerte de sus maridos. Lo que
hasta entonces había sido para él una mera ilusión se convirtió gracias a ellas en una
posibilidad que se podía coger con las manos. No encontraba razones para que Fermina
Daza no fuera una viuda igual, preparada por la vida para aceptarlo a él tal como era, sin
fantasías de culpa por el marido muerto, resuelta a descubrir con él la otra felicidad de
ser feliz dos veces, con un amor de uso cotidiano que convirtiera cada instante en un
milagro de vivir, y con otro amor de ella sola preservado de todo contagio por la
inmunidad de la muerte.
Tal vez no habría sido tan entusiasta si hubiera sospechado siquiera qué lejos
estaba Fermina Daza de aquellos cálculos ilusorios, cuando apenas empezaba a
vislumbrar el horizonte de un mundo en el que todo estaba previsto, menos la
adversidad. Ser rico en aquel tiempo tenía muchas ventajas, y también muchas
desventajas, por supuesto, pero medio mundo lo anhelaba como la posibilidad más
probable de ser eterno. Fermina Daza había rechazado a Florentino Ariza en un destello
de madurez que pagó de inmediato con una crisis de lástima, pero nunca dudó de que su
decisión había sido certera. En su momento no pudo explicarse qué causas ocultas de la
razón le habían dado aquella clarividencia, pero muchos años más tarde, ya en las
vísperas de la vejez, las descubrió de pronto y sin saber cómo en una conversación
casual sobre Florentino Ariza. Todos los contertulios conocían su condición de delfín de la
Compañía Fluvial del Caribe en su época culminante, todos estaban seguros de haberlo
visto muchas veces, inclusive de haber estado en tratos con él, pero ninguno lograba
identificarlo en la memoria. Fue entonces cuando Fermina Daza tuvo la revelación de los
motivos inconscientes que le impidieron amarlo. Dijo: “Es como si no fuera una persona
sino una sombra”. Así era: la sombra de alguien a quien nadie conoció nunca. Pero
mientras resistía los asedios del doctor Juvenal Urbino, que era el hombre contrario, se
sentía atormentada por el fantasma de la culpa: el único sentimiento que era incapaz de
soportar. Cuando lo sentía venir se apoderaba de ella una especie de pánico que sólo
lograba controlar cuando encontraba alguien que le aliviara la conciencia. Desde muy
niña, cuando se rompía un plato en la cocina, cuando alguien se caía, cuando ella misma
se prensaba un dedo con una puerta, se volvía asustada hacia el adulto que estuviera
más cerca, y se apresuraba a acusarlo: “Fue culpa tuya”. Aunque en realidad no le
importaba quien fuera el culpable ni convencerse de su propia inocencia: le bastaba con
dejarla establecida.
Era un fantasma tan notorio, que el doctor Urbino se dio cuenta a tiempo de hasta
qué punto amenazaba la armonía de su casa, y tan pronto como lo vislumbraba se
Gabriel García Márquez 113
El amor en los tiempos del cólera