Page 50 - Amor en tiempor de Colera
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amarrados entre sí continuaba rebotando por cañadas y cantiles varias horas después del
                    desastre, y siguió resonando durante años y años en la memoria de Fermina Daza. Todo
                    su equipaje se despeñó con las mulas, pero en el instante de siglos que duró la caída
                    hasta que se extinguió en el fondo el alarido de pavor, ella no pensó en el pobre mulero
                    muerto  ni  en la recua  despedazada,  sino en  la desgracia de que  su propia  mula no
                    estuviera también amarrada a las otras.
                          Era la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje
                    no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que nunca
                    más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde el comienzo del
                    viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste estaba tan confundido que
                    apenas  le hablaba  en  casos indispensables,  o  le mandaba  recados  con los  muleros.
                    Cuando  tuvieron  mejor suerte  encontraron alguna fonda de  vereda donde servían
                    comidas  de  monte  que ella  se negaba a comer, y  les alquilaban  camas de lienzo
                    percudidas de sudores y  orines rancios. Lo  más  frecuente,  sin embargo, era  pasar  la
                    noche en rancherías de indios, dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de
                    los caminos con  hileras de horcones  y techos de palma amarga, donde todo el que
                    llegaba tenía derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una
                    noche completa, sudando de  miedo, sintiendo  en la  oscuridad  el trajín de los  viajeros
                    sigilosos  que amarraban  sus bestias en los horcones y  colgaban  las hamacas  donde
                    podían.
                          Al atardecer,  cuando llegaban los  primeros, el  lugar era despejado  y  tranquilo,
                    pero amanecía  transformado  en una plaza  de feria, con un hacinamiento de hamacas
                    colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en cuclillas, y el berrinche
                    de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos de pelea en sus guacales de faraones,
                    y la mudez acezante de los perros montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la
                    guerra. Aquellas  penurias eran familiares  a Lorenzo Daza,  que había traficado por la
                    región durante media vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer.
                    Para la  hija  era  una  agonía perpetua. La  hedentina  de las cargas de bagre salado,
                    sumada a  la inapetencia propia de la  añoranza,  acabaron por  estropearle  el hábito de
                    comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un alivio en el
                    recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la tierra del olvido.
                          Otro terror constante  era el de  la  guerra. Desde  el  principio del  viaje se  había
                    hablado del peligro de encontrar patrullas  desperdigadas, y los arrieros los habían
                    instruido  sobre los  diversos  modos de  saber a qué- bando pertenecían para  que
                    procedieran  en  consecuencia. Era frecuente  encontrar  una partida  de  soldados de  a
                    caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos reclutas enlazándolos como
                    novillos en plena carrera. Agobiada por tantos horrores, Fermina Daza se había olvidado
                    de aquel  que  le parecía más  legendario que inminente, hasta una noche  en que  una
                    patrulla sin filiación conocida secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un
                    campano a media legua de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos,
                    pero los hizo descolgar y les dio  cristiana sepultura en acción de gracias por no haber
                    corrido igual  suerte.  No era  para menos.  Los asaltantes  lo  habían  despertado  con un
                    cañón de escopeta  en  el  vientre, y  un comandante  en  harapos con la cara pintada de
                    negro-humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal o conservador.
                          -Ni lo uno ni lo otro -dijo Lorenzo Daza-. Soy súbdito español.
                          -¡Qué suerte! -dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto-: ¡Viva
                    el rey!
                          Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre
                    población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en
                    las esquinas, jinetes  en caballos  de buena sangre, cohetes  y  campanas.  Estaban
                    armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda.
                    Se hospedaron  en  la casa  del tío Lisímaco  Sánchez, hermano de  su madre,  que  había
                    salido a recibirlos en el camino real  al frente  de una bulliciosa cabalgata de parientes
                    juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron

                     50  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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