Page 66 - Amor en tiempor de Colera
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goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la
ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.
-Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-.
Ya no estamos en la Edad Media.
El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso,
pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta
constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños
habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos
tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en
efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en
cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno
de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa
cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al
quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los
riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor
sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho
posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue
endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La
Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las
advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder
público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de
Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado
distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por
reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales,
porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a
cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de
Fermina Daza.
Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó
vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le
pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la
posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos
los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la
población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los
almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las
otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que
parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano,
cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los
mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de
claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una
jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un
perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a
ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo
callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las
flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que
a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el
aliento desolado del mar.
Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal
Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia
por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza
vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió
por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado
antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un
recado:
-La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.
66 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera