Page 81 - Amor en tiempor de Colera
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con sus llantos de  mujer.  En  un mismo  día vio  pasar flotando  tres  cuerpos humanos,
                    hinchados  y  verdes, con  varios gallinazos  encima. Pasaron primero los cuerpos de  dos
                    hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos
                    de medusa  se  fueron ondulando en  la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se
                    sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda contaminó
                    en su memoria el recuerdo de Fermina Daza.
                          Siempre  era así:  cualquier acontecimiento, bueno o malo,  tenía alguna  relación
                    con ella. De noche, cuando amarraban el buque y la mayoría de los pasajeros caminaban
                    sin consuelo por las cubiertas, él repasaba casi de memoria los folletines ilustrados bajo
                    la lámpara de carburo del comedor, que era la única encendida hasta el amanecer, y los
                    dramas tantas veces  releídos  recobraban  su  magia original cuando él  sustituía a  los
                    protagonistas imaginarios por conocidos suyos de la vida real, y se reservaba para sí y
                    para Fermina Daza los papeles de amores imposibles. Otras noches le escribía cartas de
                    zozobra, cuyos  fragmentos esparcía  después en las aguas que  corrían  sin cesar hacia
                    ella. Así se le iban las horas más duras, encarnado a veces en un príncipe tímido o en un
                    paladín del amor, y otras veces en su propio pellejo escaldado de amante en el olvido,
                    hasta que se alzaban las primeras brisas y se iba a dormitar sentado en las poltronas del
                    barandal.


                          Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía
                    distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto, y
                    una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un camarote.
                    Apenas  si  alcanzó a sentir  el cuerpo  sin edad de  una  mujer desnuda  en las  tinieblas,
                    empapada en  un  sudor  caliente y con  la  respiración desaforada, que lo  empujó boca
                    arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí
                    misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron
                    agonizando  en el vacío  de  un abismo  sin  fondo oloroso a marisma de  camarones.  Ella
                    yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.
                          -Ahora, váyase y olvídelo -le dijo-. Esto no sucedió nunca.
                          El asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura
                    súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con-todo su tiempo y hasta en
                    sus pormenores  minuciosos.  Esta  certidumbre halagadora  aumentó la  ansiedad de
                    Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no podía
                    creer,  que inclusive se negaba a admitir, y  era  que  el amor  ilusorio de  Fermina Daza
                    podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue  así  como se  empeñó  en descubrir la
                    identidad  de la violadora  maestra  en cuyo instinto  de pantera  encontraría quizás  el
                    remedio para su desventura. Pero no lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba
                    en el escrutinio más lejos se sentía de la verdad.
                          El  asalto  había sido en el  último camarote, pero éste  estaba  comunicado con  el
                    penúltimo  por  una puerta  intermedia, de  modo que  los  dos se convertían en  un
                    dormitorio  familiar con cuatro  literas. Allí  viajaban dos  mujeres jóvenes, otra bastante
                    mayor  pero  de muy buen  ver, y un  niño de pocos  meses. Se  habían  embarcado  en
                    Barranco  de Loba, el  puerto donde se  recogía la carga  y  el pasaje de la ciudad de
                    Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de vapores por las veleidades
                    del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas sólo porque llevaban al niño dormido
                    dentro de una gran jaula de pájaros.
                          Viajaban  vestidas como en  los transatlánticos  de  moda, con  polisones bajo las
                    faldas de seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de
                    crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al día, de
                    modo  que parecían llevar consigo  su propio ámbito  primaveral,  mientras  los otros
                    pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo de las sombrillas y
                    los abanicos de plumas, pero con los propósitos indescifrables de las momposinas de la
                    época. Florentino Ariza no logró precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda
                    eran de una misma familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las
                                                                              Gabriel García Márquez  81
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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