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De camping
El año pasado fui de viaje de fin de curso a un camping en la
campiña. Lo llamaban “el campamento de las texturas”. Pensé que
era un nombre muy inusual, pero hay gustos para todo.
Cuando me bajé del autobús, me agaché a tocar la hierba,
humedecida por el sol. ¡Qué textura tan aterciopelada tenía! El día
continuó sin sobresaltos, y llegó la noche. Me acurruqué entre las
lanosas sábanas, fatigado por la intensa jornada.
A la mañana siguiente, me levanté temprano para
contemplar el sol durante el amanecer. Me reuní con mis amigos
para desayunar en la cabaña principal. Estuvimos conversando una
media hora, cuando la monitora nos propuso un juego: teníamos
que pasear por el bosque que hay al norte del camping y buscar
una serie de tarjetas con una palabra escrita: quien encontrara
más, ganaba.
Tuvimos que esperar a que la directora encontrara trozos de
papel rugoso. Luego, llamó al personal para distribuirlas. Acto
seguido, fuimos individualmente a hallarlas.
Era increíble sentir el campo en el cuerpo. La pegajosa resina
de los árboles, las ásperas venas de las hojas, el acolchado tacto
de la tierra…
Pero no podía distraerme; tenía objetos que hallar. Tras
decir esto, empezó a lloviznar con insistencia, pero fue chaparrón
con escasas reservas, ya que dejó de chispear de golpe.
Toqué la corteza humedecida de un árbol y allí localicé el
primer escrito. Tanto fue el esfuerzo de sacarlo, que me desplomé
al suelo y me aguijoneé con el punzante herbaje.